Orar ¿dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿por qué?


Pensaba yo que, a estas alturas y con tanto escrito, difícilmente me iba a sorprender un libro sobre la oración, cuando me encontré con Alessandro Pronzato. Realmente es un autor profundo y original, tan sorprendente como sinceramente piadoso. Sus reflexiones llegan al corazón y a la cabeza del creyente. Todo un descubrimiento. Luego he descubierto sus comentarios al año litúrgico, no menos sugerentes.

“Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos…” (Lc 11, 1). La petición de los discípulos brota de un hecho concreto que enciende en ellos una exigencia totalmente “nueva”. El hecho está ante sus ojos: su Maestro que reza, “…un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo…” Los que le siguen tienen la experiencia de un Jesús que ora, y caen en la cuenta de que su oración hasta entonces se revela inadecuada para expresar la situación nueva en que se encuentran.

En la oración se conoce nuestra pobreza. En la oración es pobre quien se reconoce dependiente de Otro. Renuncia a fundamentar la vida sobre sí mismo, sobre sus proyectos, sobre sus recursos, sobre sus seguridades, para engancharla en Dios. El verdadero pobre es el “receptor”, día a día, de Dios.
Con la fe no suscribe una especie de seguro que lo garantice contra cualquier riesgo. Establece, por el contrario una ligazón, que le permite afrontar, sin inquietud, peligros, incertidumbres y descorazonamientos. La fe no “libera” de las dificultades, sino que “liga” a una presencia que no deja de existir, ni siquiera cuando se advierte como ausencia.
El pobre es un ser hambriento, como contemplativo no es un observador encantado, sino un explorador apasionado. El orate no es un acomodado del espíritu, sino un pordiosero que mendiga fragmentos, chispas de luz. No exige pan, se sacia con las migajas. Su sed le hace desconfiar de las cisternas, y lo empuja a buscar incesantemente el manantial.

La Iglesia es la visibilidad de la acogida del Padre. Se podría decir también que «la Iglesia es la visibilidad de la justicia de Dios que es acogida del pecador». Ahora bien, si esto es así, «todas las estructuras de la Iglesia, si quiere ser fiel a la cruz, tienen que reflejar la gratuidad con la que Dios es justo, es decir, su misericordia y su acogida». La acogida es cuestión de pobreza Entre los numerosos debates del Concilio Vaticano II, el de la pobreza de la Iglesia y la Iglesia de los pobres fue sin duda el más delicado y... embarazoso. No es casual que hoy haya quedado casi totalmente olvidado. Lamentablemente, de aquel debate han quedado pocas huellas. Una de las más significativas es la que encontramos en el capítulo 8 de la constitución “Lumen gentium”. Es interesante notar cómo el tema tratado es el de la visibilidad de la Iglesia, que aparece estrechamente vinculado al misterio del Verbo encarnado, en una dimensión específica de pobreza. Así: 

«Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios" (Flp 2,6) y "siendo rico, co, por nosotros se hizo pobre" (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir plir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo.» (LG, 8)

Cristo fue enviado por el Padre a "llevar la Buena Noticia a los pobres y poner en libertad a los oprimidos" (Lc 4,18), para "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10), así también la Iglesia abraza con su amor (amor circumdat) a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar mediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo.

Especialmente interesantes son los capítulos dedicados a la contemplación. Contemplar deriva de “templum”, templo. Antiguamente designaba un lugar abierto, desde el que la vista podía extenderse. En la perspectiva bíblica, sin embargo, el templo es el lugar en el que habita el Señor.
Pero el contemplativo ensancha desmesuradamente el área del templo. Porque descubre y ve que Dios está en acción, secretamente, en el mundo, en los acontecer de la historia, en el corazón del hombre. El templo es el mundo, lugar de la “manifestación escondida del Señor”.
A Dios no lo alcanzamos con los itinerarios complicados de la mente. Él nos alcanza con la Revelación. Y la contemplación constituye el instrumento privilegiado para esto.

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