Ser quien eres


En el presente libro, escrito bajo la coordinación de Wenceslao Vial, se ofrece una recopilación de artículos ya publicados en la página Web del Opus Dei bajo el apartado titulado “Formación de la personalidad”. Entresacamos de entre ellos algunas reflexiones sobre la coherencia y el orden interior:

Cuando San Agustín, ya anciano, escribía «pax omnium rerum tranquillitas ordinis, la paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden», lo hacía desde la experiencia de quien llevaba años viéndose requerido constantemente por todo tipo de tareas: el gobierno pastoral de la porción del Pueblo de Dios que tenía encomendado; su abundante predicación; los retos que presentaba una época convulsa, de cambios sociales y culturales. No es este, pues, un aforismo escrito en el sosiego del retiro, sino en el fragor de la vida diaria, con todos sus imprevistos y vaivenes. La coherencia de este santo era una conquista cotidiana; con el paso de los días, su esfuerzo por “centrar el tiro” afianzaba más y más su carácter.

Una de las notas de la personalidad madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad intensa con el orden y la paz interior. Alcanzar este equilibrio implica cierto esfuerzo: también San Josemaría hablaba de su lucha en este campo. «¡Dentro de mi sotana te querría ver! -decía a uno que le hablaba de las dificultades que le generaba el trabajo para cuidar de su formación- Porque también yo tengo pluriempleo. Encima de ese desorden hemos de edificar el orden». El orden, la coherencia de nuestra vida, es un botín que vamos ganando, moneda a moneda, en la batalla de todos los días: «ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente –dice San Josemaría-, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios!».

El señorío de sí
Esta batalla serena no sólo tiene que ver con las cosas que manejamos y las tareas que llenan nuestro día, sino también con nuestro corazón. Sin ese latido interior, el orden sería sólo gestión del tiempo, “optimización de procesos”, eficacia empresarial, pero no demostraría auténtica madurez cristiana. La coherencia del cristiano se edifica en un flujo constante, de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro; crece con el dominio de sí, el orden de la actividad exterior, el recogimiento interior y la prudencia.

No se nos escapan los obstáculos que existen para alcanzar esta armonía interior. Si bien apreciamos el enorme atractivo de una vida cristiana plena, muchas veces experimentamos tendencias diversas y, a veces, contrarias. San Pablo lo expresó con fuerza: «al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu» (Rm 7, 21-23). Sentimos una cosa y queremos otra, notamos que estamos divididos entre lo que nos apetece y lo que debemos hacer, y a veces acaba por nublársenos la vista; incluso puede llegar a parecernos entonces que, a fin de cuentas, tampoco pasa nada por ser un poco incoherentes, lo que en el fondo denota un amor vacilante.

Y sin embargo, ¡cómo resuena el halago que nuestro Señor hizo a Natanael! «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez». Quien procura conducirse de acuerdo con la voz de Dios que resuena en su conciencia, inspira espontáneamente un gran respeto: las personas de una pieza atraen, porque todo en ellas dice autenticidad. En cambio, la doble vida, las compensaciones -aunque sean pequeñas-, la falta de sinceridad, hacen que se nos enturbie el rostro del alma. Como todos estamos expuestos a estas pequeñas desviaciones del rumbo, se trata de que seamos sencillos, y las corrijamos con perseverancia; así se evita el riesgo de acabar a la deriva en el alta mar de la vida.

Para tocar la melodía de Dios
Al poner orden en nuestro interior no se trata sólo de que nuestra inteligencia “domine” la imaginación y encauce la fuerza de los sentimientos y afectos: tiene que descubrir todo lo que estos compañeros de viaje pueden y quieren decirle. Dicho de otro modo, no podemos corregir la disonancia suprimiendo una de las melodías: Dios nos ha hecho polifónicos. El señorío de sí, también conocido desde siempre como templanza, no es frialdad cerebral: Dios nos quiere con un corazón que sea «grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado».

Con el corazón podemos tocar una música para el Señor. Si queremos interpretarla bien, conviene ponerlo a tono, como se afinan los instrumentos para que den la nota adecuada. Se trata de educar los afectos, de fomentar una sensibilidad por lo que es auténticamente bueno, porque responde a nuestro ser personal, con todas sus dimensiones. Los sentimientos dan el colorido a nuestra vida, y permiten percibir con mayor riqueza lo que sucede a nuestro alrededor. Sin embargo, del mismo modo como un cuadro saturado de colores sin balance no es agradable, o un instrumento desafinado resulta molesto, el corazón abandonado al vaivén sentimental resquebraja la armonía de nuestra personalidad, y erosiona, a veces de modo importante, nuestras relaciones con los demás.


San Josemaría aconsejaba poner «siete cerrojos» al corazón. En una ocasión, lo explicaba así: «ciérralo con los siete cerrojos que yo recomiendo: uno para cada pecado capital. Pero no dejes de tener corazón»[8]. La experiencia acumulada de siglos, también en los lugares adonde no ha llegado el cristianismo, muestra que los afectos y los instintos, sin control, pueden arrastrarnos como las aguas de una riada que siembra destrucción por donde pasa. No se trata de anular la corriente, sino de hacer un trabajo parecido al de los ingenieros que entuban el agua que baja de los torrentes de las montañas para que mueva una turbina y produzca electricidad. Una vez encauzada la corriente -que podría haber arrasado árboles y casas-, todos pueden vivir tranquilos y aprovechar esa electricidad para iluminar y calentar sus viviendas. Si nuestro espíritu no logra encauzar de manera estable esas fuerzas instintivas y afectivas de nuestra naturaleza, no puede tener paz ni sosiego: no puede existir vida interior.

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