Apología de Sócrates
La Apología de Sócrates es el primer texto de su discípulo Platón y el único no escrito en forma de diálogo, sino más bien de monólogo del propio Sócrates. Seguirá a esta Apología una serie de diálogos en los que Platón resume la doctrina socrática, llenos de ironía, más bien breves y de carácter ético, como Critón, Gorgias, Fedón, Fedro, Banquete, etc.
Platón muestra ser un gran escritor y un filósofo genial que ocupa un lugar primordial en el panorama del pensamiento occidental. Según Emilio Lledó: “La obra de Platón ocupa en la historia de las ideas un lugar privilegiado y único. Las páginas que siguen intentan señalar las características de este privilegio y el sentido de esta singularidad. El privilegio consiste, fundamentalmente, en el hecho de que es él quien habrá de marcar una buena parte de los derroteros por los que tendrá que desplazarse, después, la filosofía. La singularidad se debe a que, antes de Platón, no poseemos ninguna obra filosófica importante. Platón es, pues, nuestro Adán filosófico o, al menos, ha tenido que asumir este papel. […] con Platón, la filosofía presenta su radical instalación en el lenguaje; en el lenguaje propiedad de una comunidad, objeto de controversia y análisis. Los diálogos de Platón constituyen, por ello, una de las formas más originales a través de la que nos ha llegado la filosofía”.
En el contenido de la Apología encontramos algunas de las ideas más difundidas de Sócrates. En primer lugar que el verdadero sabio es el que conoce su ignorancia: “Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo”.
En segundo lugar la sabiduría de vivir examinando la propia existencia: “según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando (buscando la verdad) y examinándome a mí mismo y a los demás” y añade que abandonar esta actitud por temor a la muerte sería indigno.
En tercer lugar el principio ético de que sufre mayor mal quien comete la injusticia que quien la sufre: “si me condenáis a muerte, siendo yo quien digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos”.
Queda claro, en definitiva, su creencia en la inmortalidad del alma y la importancia de la virtud como valor humano supremo: “a mí, la muerte, si no resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo, pero, en cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada injusto”.
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