De Benedicto XV a Benedicto XVI



En este libro Mariano Fazio estudia la evolución del magisterio de la Iglesia en el último siglo centrándose en el tema de la secularización.

Frente al dualismo cristiano, basado en la distinción de los dos órdenes (“al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) sin confundirlos, se levantan dos posiciones extremas en las cambiantes circunstancias históricas: el clericalismo y el laicismo.

El primero parte del supuesto que con la elevación de lo humano al orden sobrenatural, tras la Encarnación del Hijo de Dios, el orden natural ha perdido todas sus prerrogativas. En consecuencia el poder espiritual, institucionalizado en la jerarquía eclesiástica, posee no sólo el derecho, sino también el deber de guiar a la entera sociedad en todas sus dimensiones. Desde esta óptica, el poder temporal deriva del poder espiritual, al que le está subordinado. Se trata de una posición extrema que en sus concreciones históricas ha sido muchas veces matizada, pero que representa una degeneración de la auténtica doctrina cristiana.

El laicismo, por su parte, establece no ya una distinción entre los órdenes temporal y espiritual, sino una radical separación. En parte como reacción ante actitudes clericales, pretende considerar el ámbito espiritual como exclusivamente privado, un hecho de conciencia que no debe tener repercusiones públicas en el orden social. El orden temporal gozaría de una completa autonomía, y no tendría necesidad de ninguna referencia a un supuesto orden trascendente para organizar la vida de los hombres en la sociedad. También en este caso, las aplicaciones históricas admiten diversos grados.

Dicho esto será más fácil entender un concepto muy utilizado en las últimas décadas en los análisis de la situación cultural contemporánea del mundo occidental: me refiero a la noción de secularización. Considero que la Modernidad puede ser identificada con un proceso de secularización que podemos entender en dos aspectos. El primero equivaldría a una desclericalización del mondo medieval, a través del redescubrimiento de la autonomía relativa de lo temporal. El segundo, por el contrario se identifica con la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, cortando todos los puentes con una posible instancia trascendente.

Un aspecto importante en la evolución de la Doctrina social de la Iglesia será también la valoración del capitalismo. En septiembre de 1981 Juan Pablo IIpublicaba su tercera encíclica, “Laborem exercens”, en la que realiza un interesante análisis conceptual del capitalismo. Según él, partimos de un concepto de trabajo humano “como una especie de «mercancía», que el trabajador —especialmente el obrero de la industria— vende al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto de los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción” (n. 7). El Papa sostiene que la esencia teórica del capitalismo consiste en una inversión del orden establecido por Dios en el Génesis. Si en este texto Dios ordena al hombre dominar la tierra, en el capitalismo “el hombre es considerado como un instrumento de producción mientras él, —él solo, independientemente del trabajo que realiza— debería ser tratado como sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador” (Ibidem).

La “Laborem exercens” vuelve a insistir en el firme rechazo del magisterio social precedente del capitalismo de los comienzos de la industrialización, y añade que –aunque cambiaron las circunstancias, los nuevos sistemas económicos –como el neocapitalismo- “han dejado perdurar injusticias flagrantes o han provocado otras nuevas”  (n. 8). Concretamente la Encíclica habla del conflicto entre el capital y el trabajo: “Tal conflicto ha surgido por el hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus fuerzas para el trabajo, las ponían a disposición del grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el principio del máximo rendimiento, trataba de establecer el salario más bajo posible para el trabajo realizado por los obreros” (n. 11).

La Doctrina Social de la Iglesia propone y enseña un principio fundamental: el de la prioridad del trabajo respecto al capital. “Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el «capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre” (n.12).

Poner al capital por encima del trabajo –sin tener en cuenta que el capital mismo es fruto del trabajo- es una consecuencia de la perspectiva reduccionista del economicismo. “En tal planteamiento del problema había un error fundamental, que se puede llamar el error del economicismo, si se considera el trabajo humano exclusivamente según su finalidad económica. Se puede también y se debe llamar este error fundamental del pensamiento un error del materialismo, en cuanto que el economismo incluye, directa o indirectamente, la convicción de la primacía y de la superioridad de lo que es material, mientras por otra parte el economismo sitúa lo que es espiritual y personal (la acción del hombre, los valores morales y similares) directa o indirectamente, en una posición subordinada a la realidad material. Esto no es todavía el materialismo teórico en el pleno sentido de la palabra; pero es ya ciertamente materialismo práctico, el cual, no tanto por las premisas derivadas de la teoría materialista, cuanto por un determinado modo de valorar, es decir, de una cierta jerarquía de los bienes, basada sobre la inmediata y mayor atracción de lo que es material, es considerado capaz de apagar las necesidades del hombre (n. 13)” .

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