Para ser cristiano

El estupendo libro (lleva ya más de 12 ediciones) "Para ser cristiano" de Juan Luis Lorda, ofrece interesantes meditaciones agrupadas en dos partes: una primera titulada "Virtudes" y una segunda centrada en los sacramentos titulada "Misterios".  Reproducimos parte del capítulo dedicado a la humildad.
Esta vez es San Marcos quien nos ha conservado una escena encantadora de Cristo con sus discípulos: «Llegaron a Cafarnaum y una vez en casa les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor» (Mc 10, 33—34). Llevaban ya un cierto tiempo con el Señor; habían visto sus milagros; habían escuchado sus palabras; y, sin embargo, surge entre ellos esa discusión. Seguramente, alguno habría dado a entender que él tenía derechos para estar por encima de los demás, y los otros, ofendidos, se lo habrían discutido. Entonces, el Señor quiso darles una lección, y les puso como ejemplo a un niño: «Yo os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3—4).
¡Qué bien comprendemos lo que sucedía a aquellos apóstoles! ¡Qué humana es la ambición y el egoísmo! Y siempre llevan el mismo acompañamiento: desuniones, riñas, rencores... Como sentencia el libro de los Proverbios (13, 10): «la soberbia sólo ocasiona disputas».

La soberbia es el origen de casi todos los males humanos. Es el vicio que más daña a cada persona y a la sociedad. Consiste en el amor desordenado de uno mismo, o, como expresa Santo Tomás de Aquino, en «el apetito desordenado de la propia excelencia» (S. Th, 2—2, q. 162, a. 2, c.): es la afición a lo propio, sin medida.
Es un amor desordenado y desmedido, porque uno acaba amándose a sí mismo más de lo que merece, y se tiene por mejor y más digno de consideración de lo que realmente es. Por eso, en el origen de la soberbia —en su núcleo— hay un error, una falsa medida, una mentira sobre sí mismo con la que cada uno se engaña; y que, por su propia naturaleza, crece, ofuscando el entendimiento.

Todos tendemos a considerar con detenimiento nuestras cualidades y a pasar por alto nuestros defectos. Si no estamos atentos, la imagen que de nosotros nos hacemos se embellece injustamente y nos vamos encontrando cada vez más dignos de nuestro propio amor. Apreciamos siempre más, y nos enorgullecemos de nuestras cualidades físicas, de nuestra inteligencia, de nuestros conocimientos, de nuestras acciones, de nuestra experiencia, de los servicios que hemos prestado..., incluso de nuestra piedad. A medida que nos aficionamos a pensar en nosotros y en lo que hacemos, nuestras cualidades se agigantan, mientras se olvidan las miserias y limitaciones que las acompañan. Quien ha prestado un servicio, acaba olvidando, quizás, las imperfecciones con que lo ofreció. Y quien se siente muy inteligente, tiende a disculpar —e incluso a desconocer— sus errores teóricos y sus lagunas.

De este modo, crece la estima que cada uno tiene de sí. El vicio de destacar lo bueno y desconocer lo malo —el engaño sobre sí mismo— llega a ser tan fuerte que se puede acabar perdiendo finalmente toda capacidad crítica y caer en el ridículo. En la sociedad humana, siempre resulta algo grotesca la persona que resulta demasiado pagada de sí misma, y que presume ostensiblemente de su altura, de la belleza de sus ojos, del precio de su abrigo, de su ciencia... Los humanos toleramos mal la vanidad del vecino y tendemos a escarnecerla.

Quien siente gran estima de sí tiende a que los demás la compartan. No se conforma con contemplarse y autocomplacerse, sino que desea que también los demás rindan tributo a su perfección. De aquí surge la vanidad, ese afán ridículo de mostrar lo que cada uno considera valioso de sí. El vanidoso se deja llevar por el deseo de distinguirse en lo que sea y, a veces, llega incluso hasta la hipocresía; es decir, hasta el fingimiento, dando a entender que es más rico, más sabio, más hábil o mejor deportista de lo que realmente es. El artificio es tan eficaz que, al final, el mismo hipócrita encuentra dificultad en distinguir lo que es real de lo que ha inventado.

El amor propio inclina a centrar la vida sobre uno mismo y, cuando menos, es fuente permanente de desatenciones para con los demás. El que es soberbio no se acuerda de que existen los demás, porque está centrado en sus cosas; consume todas sus energías en satisfacer sus ambiciones o sus caprichos, y esto hace del soberbio —del egoísta— un ser antisocial (…)

El humilde reconoce lo que hay de bueno, pero también lo que hay de malo, valorando con verdad lo uno y lo otro. Sabe que en su vida hay cualidades y dones, pero los agradece a Dios; experimenta íntimamente la verdad de estas palabras de San Pablo: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?»(1 Cor 4, 7). Y ser consciente de los dones de Dios —de los talentos recibidos— lleva a no vanagloriarse de ellos, sino a sentir la responsabilidad de darles fruto. De esta manera, los santos son conscientes de poseer muchos y grandes dones de Dios, pero no constituye un motivo de soberbia, porque no caen en el error de apropiárselos, sino que los agradecen a Dios; y su humildad les lleva a pensar que otros hubieran correspondido a esos dones mucho mejor y les hubieran sacado mayor partido (...)

Esto da facilidad al humilde para el trato social y, en lugar de ser un permanente foco de discordia, como sucede con el soberbio, es fuente de serenidad, de comprensión y de paz. «Nada hagáis por rivalidad ni por vanagloria —recomienda San Pablo—, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás»(Flp 2, 3—4).

Es propio de la humildad saber escuchar, no intentar imponer la propia opinión; ser flexible para rectificar cuando se aprecia que se ha cometido un error y no extrañarse de cometerlos, ni, con mayor razón, de que otros los cometan. La humildad tiende a comprender y a disculpar los defectos de los demás y a reconocer sencillamente los propios. Se evita todo lo que es apariencia y engaño, y tiende a mostrarse tal cual es.

La humildad se gana en la medida en que hay un verdadero conocimiento de sí mismo; cuando se aceptan las oportunidades de someter el propio juicio y de obedecer; cuando se atiene uno a lo previsto y exigido para todos, sin buscar ser excepción; cuando se reciben con alegría las humillaciones, incluso injustas, las reprensiones, correcciones, insultos; cuando se valoran las virtudes y cualidades de los demás por encima de las propias; cuando no se tiene inconveniente en tomar para sí los trabajos de menor consideración o los lugares más modestos; cuando no se toma uno a sí mismo demasiado en serio; cuando se adquiere el convencimiento íntimo de que sin Dios no podemos dar un paso («sin Mí no podéis hacer nada», Jn 15, 5).

Pero hay un grado de humildad que es un don que Dios da a quien quiere, y que hemos de pedir: «Sólo la humildad es la que puede algo —dice Santa Teresa— y ésta no es adquirida por el entendimiento, sino con una verdad, que comprende en un momento... lo muy nada que somos y lo muy mucho que es Dios»(Camino de perfección, 32, 13). Ésta es la humildad que adquiere el alma cuando intuye la cercanía de Dios, y ante tanta maravilla de santidad y belleza, se siente nada. Es la reacción que vemos en los grandes profetas cuando han tenido la experiencia de la visión de Dios. Isaías, mientras oía gritar a los querubines «santo, santo, santo», exclama: «Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y habito en un pueblo de labios impuros» (Is 6, 5). Esa es también la profunda humildad de la Virgen María que se expresa en el Magnificat: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava» (Le 1, 46—47).

El motor de la humildad cristiana —como de toda la ascética— es el amor de Dios. «Sólo quien ama de verdad —dice San Gregorio Magno— no se acuerda de sí mismo» (Hom. 38 super Ev.). Y San Agustín escribe estas famosas líneas, en las que se puede resumir todo lo que hemos visto: «Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la celestial... Aquélla busca la gloria de los hombres; para ésta, en cambio, su máxima aspiración es Dios, testigo de su conciencia... En la primera, los poderosos y las gentes sometidas están dominadas por el afán de poderío; en la segunda, todos se sirven en el amor mutuo»(De Civ. Dei, 14, 28).

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