El huerto de Emerson


Tras el éxito prolongado de “Lluvia fina'', Luis Landero retoma el género de memorias y a las lecturas de su particular universo personal donde las dejó en “El balcón en invierno”. Y lo hace en este libro realmente memorable, que vuelve a trenzar de manera magistral los recuerdos del niño en su pueblo de Extremadura, del adolescente recién llegado a Madrid o del joven que empieza a trabajar, con historias y escenas vividas en los libros con la misma pasión y avidez que en el mundo real. No es una novela, sino que más bien entraría en el género de memorias autobiográficas.


En “El huerto de Emerson” asoman personajes de un tiempo aún reciente, pero que parecen pertenecer a un ya lejano entonces, y tan llenos de vida como Pache y su boliche en medio de la nada, mujeres hiperactivas que sostienen a las familias como la abuela y la tía del narrador, hombres callados que de pronto revelan secretos asombrosos, o novios cándidos como Florentino y Cipriana y su enigmático cortejo al anochecer. A todos ellos Landero los convierte en pares de los protagonistas del Ulises, congéneres de los personajes de las novelas de Kafka o de Stendhal, y en acompañantes de las más brillantes reflexiones sobre escritura y creación en una mezcla única de humor y poesía, de evocación y encanto. Es difícil no sentirse transportado a un relato contado junto al fuego.


Estos relatos son un verdadero alarde literario. Se confirma, tras recibir el “Premio Nacional de las letras Españolas” como uno de los escritores más destacados del momento. Su extraordinaria prosa nunca pasa desapercibida. Añadiré para terminar un fragmento de la “Plegaria del escritor”:


“¡Oh, señor!, a ti me encomiendo, socórreme en estos momentos de aflicción en que al tomar la pluma no sé si empuño el látigo o el cetro, lléname la cabeza de fantasías y concédeme la gracia de encontrar el nombre exacto de las cosas, de hacer poderosas las palabras humildes, interesante lo vulgar, nuevo lo viejo, de modo que pueda imaginar lo que nadie ha imaginado antes, y decirlo como nadie lo ha dicho nunca. Líbrame, señor, del sueño de la perfección, pero a la vez recuérdame que no merece la pena escribir si no se aspira a la perfección, para que así yo pueda conseguir el misterioso encanto de lo que, siendo imperfecto, sugiere un vago presagio de perfección. Haz por mí ese milagro y yo te amaré siempre sobre todas las cosas.

»Ayúdame a abandonarme descuidadamente a la inspiración, y a escapar de las garras de una excesiva responsabilidad y del miedo al fracaso, pero a la vez no me conviertas en un irresponsable que escribe a lo que sale, juguete de las musas, porque eso sería también una desgracia, haz de mí algo intermedio, concédeme el don de escribir a la vez como un sabio y un niño, o como ambas cosas a la vez, payaso y erudito, loco y cartesiano, dómine y funámbulo, hormiga y cigarra, enamorado, astrónomo, insomne, soñador. Y si me otorgas el poder de ser ignorante de nuevo y entrar en la región encantada de la inocencia, no te olvides de proveerme de unas alas, frágiles membranas, con las que pueda fugarme de esa región cuando me sienta prisionero de ella. Y hablando de esto, señor, no te canses de recordarme que he de amar los detalles, que con un hilo se entra en el laberinto, con un poco de cera se sale de él, por una manzana se pierde un paraíso, por un clavo un reino, y no consientas que me pierda en abstracciones sino que aprenda a descubrir el “valor de lo pequeño y lo particular, que en su mínimo seno esconde la semilla de todo lo grande y esencial.

»Pero si me extravías en la ignorancia y la inocencia y a la vez me das alas para huir de ella, cuida de que el peso de la prosa no vaya a impedirme  elevar el vuelo. Hazme leve, pero hazme también denso, y  transparente y opaco a la vez. Y, hablando de volar, y ya puestos a pedir pequeñas cosas, líbrame de pensar y planear demasiado para que la imaginación vuele mejor y pueda así abandonarme a la fluidez de la escritura y a los apremios del corazón. Y ya de paso, señor, líbrame del ingenio y de la galanura de la prosa, y recuérdame a cada instante que he de libar en la flor y no en la miel. O mejor: no me libres del ingenio, que ya me encargaré yo de no sucumbir a sus encantos.

»Muéstrame el mundo como si estuviera recién hecho y lo viese de nuevas. Hazme sentir que cuando escribo estoy diciendo más de lo que digo, y que las palabras que salen de mí valen siempre mucho más que yo. Infinitamente más. Y ya de paso dame fuerzas para escarbar en la evidencia, hasta socavarla, para ver qué cosas, qué maravillas, qué secreto y cómico absurdo se esconde en su interior. Y hablando de evidencias, inspírame a cada instante para decir con ambigüedad lo que es evidente, y con precisión lo que es sutil. Pero, entre el sentido común y el absurdo, concédeme un buen lugar donde vivir y laborar (...)”









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