Cristo y el hombre

 

Albert Vanhoye, S. J. (1923 - 1921) fue un cardenal francés, rector emérito del Pontificio Instituto Bíblico y secretario de la Pontificia Comisión Bíblica de la que fue miembro entre los años 1984 a 2001. Sus trabajos se especializaron en el estudio de la epístola a los Hebreos.

La presente obra trata sobre la noción de sacerdocio en el Antiguo y el Nuevo Testamento, resaltando la importancia del “sacerdocio común de los fieles”.

Un aspecto interesante es cuando explica el sentido del sacrificio. En el lenguaje ordinario, la palabra sacrificio ha tomado un  sentido preferentemente negativo. Ha venido a significar lo equivalente a «privación». «No somos ricos—dice una madre de familia—; por tanto, debemos hacer sacrificios...»; y podríamos multiplicar los ejemplos. 

En realidad, el sentido fundamental de sacrificio no es negativo, sino positivo; no significa una privación, sino, al contrario, un enriquecimiento; no una pérdida, sino un aumento de valoración. El aspecto de privación o de destrucción es muy secundario. 

El Nuevo Testamento nos enseña que el elemento esencial del sacrificio no es el sufrimiento, sino el amor que viene de Dios y vuelve a Dios porque Dios no quiere el sufrimiento sino el amor. Si no hay amor la ofrenda no puede ser agradable a Dios, como recuerda San Pablo: “Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría” (1 Con 13, 3).

El sentido esencial de sacrificio es el de hacer sagrado algo, convertir en sagrado algo, conferir a algo un valor superior; «sacrificar» es semejante a «santificar», «hacer algo sagrado, santo». No se trata de destruir algo, sino de llevarlo a un nivel más rico de realidad. 

Cuando participamos en la celebración de la Eucaristía nos implicamos en la ofrenda sacrificio de Cristo. Nuestra participación no es auténtica si no unimos nuestra ofrenda personal a la ofrenda de Cristo.