Orar con los salmos

José Benito Cabaniña nos ofrece en este libro una magnífica oportunidad para iniciarse en el camino de orar con los salmos, pues como dice el Catecismo de la Iglesia, 2597: “los Salmos son elemento esencial y permanente de la oración de su Iglesia”.


Después de la Resurrección afirma Jesús: «Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los salmos acerca de mi» (Lc. 24, 44). Una tarea prioritaria del cristiano es conocer a Jesucristo. El cardenal Ratzinger plantea en «El camino pascual» esta sugerente tesis: puesto que la oración es el centro de la persona de Jesús, el presupuesto para conocer y comprender a Jesús es la participación en su plegaria. Por otro lado, podemos afirmar con los Padres de la Iglesia que todos los salmos tienen un sentido cristológico. 


Es más, sabemos que Jesucristo oró con los salmos; de ahí la gran importancia que tienen para la Iglesia. El Evangelio nos muestra con frecuencia a Jesús orando. Se nos abre aquí una perspectiva apasionante ¿cómo era su oración? Y en tanto que era hombre, Jesucristo se nos presenta también de un modo fascinante: ¿cómo era interiormente? ¿cuáles eran sus sentimientos? ¿qué deseaba? ¿qué pedía al Padre? Los salmos —que Jesús recitó, meditó y aprendió de memoria— tienen mucho que decirnos en todos estos aspectos. 


El Catecismo de la Iglesia nos recuerda que «los salmos, usados por Cristo en su oración y que en él encuentran su cumplimiento, continúan siendo esenciales en la oración de su Iglesia» (n. 2586). Y añade: «El Salterio es el libro en el que la Palabra de Dios se convierte en oración del hombre. En los demás libros del Antiguo Testamento «las palabras proclaman las obras» (de Dios por los hombres) «y explican su misterio» (Dei Verbum, 2). En el salterio, las palabras del salmista expresan, cantándolas para Dios, sus obras de salvación. El mismo Espíritu inspira la obra de Dios y la respuesta del hombre. Cristo unirá ambas. En El, los salmos no cesan de enseñarnos a orar» (n. 2587). 


Ya desde los orígenes de la Iglesia los salmos sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el tributo de los labios que van bendiciendo su nombre, y que, por una antigua tradición, alcanzaron un lugar importante en la Sagrada Liturgia. Los salmos, según el dicho de San Atanasio, nos enseñan «cómo hay que alabar a Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a este tema, dice bellamente San Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo; y, por eso, el hombre halló el modo de alabarlo». 


Benedicto XVI, en su último viaje a Francia, ha recordado la importancia de los salmos en la vida cristiana: «la Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él» (París, 12-IX-2008). Por todo ello, podemos afirmar que los salmos sirven para poner en nuestro corazón los sentimientos y en nuestra boca las palabras del mismo Jesucristo, con quien queremos identificarnos.


El libro se divide en cinco capítulos agrupando algunos salmos (21 en total) por temas: Nuestra sed de Dios, la confianza en Dios, los cuidados de Dios con sus hijos, agradecimiento y alabar a Dios. A lo largo de ellos el autor va conduciendo al lector como de la mano desgranando las riquezas de estos poemas divinamente inspirados.


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