Defensa de la belleza

 



John-Mark L. Miravalle es profesor de teología moral y sistemática en el Seminario Mount St. Mary en Maryland. Recibió su doctorado en Sagrada Teología en la “Regina Apostolorum” de Roma.


Estas páginas, repletas de la sabiduría de los clásicos, nos abren los ojos del entendimiento para la belleza que nos rodea. Porque la belleza no está en el ojo del que mira, y no es solamente para los cultos, los soñadores, o los románticos incurables. ¿Por qué la belleza no es simple cuestión de opinión? ¿Qué virtudes necesitamos para percibirla? ¿Cómo determinar si una obra de arte es realmente bella? El lector adquirirá en estas páginas una nueva mirada para maravillarse ante la belleza de la naturaleza, de la música, del arte y la arquitectura y, sobre todo, para admirar la belleza de Dios, origen de todas las cosas bellas que existen.


Estamos hechos para la belleza, y la belleza está hecha para nosotros. Lo que nosotros hemos olvidado, los antiguos lo sabían bien: la verdadera belleza sana el alma, nos aproxima a lo sobrenatural y nos brinda una felicidad duradera.


La manifestación más básica y menos controvertida de la belleza es la belleza del mundo natural, afirma el autor,: las puestas de sol, los saltos de agua, los cañones, los desiertos, las vistas panorámicas en la montaña, los bosques, el mar… Pero tendemos a olvidar que la naturaleza es primordialmente un mensaje a la humanidad, un modo de comunicación entre Dios y nosotros. Santo Tomás llega a decir que “los bello y el bien son lo mismo, porque se fundamentan en lo mismo”. También llega a afirmar que el cuerpo humano es el objeto más bello de la naturaleza, pues sólo la persona humana es “imagen de Dios”.


También critica la concepción del “arte por el arte” pues supone que el arte no tenga un fin fuera de sí mismo. Al no estar subordinado a la belleza o al bien de la humanidad el arte se convierte en un fin último. Maritain lo dice rotundamente: si el hombre “confundiese el fin de su arte, o el bien de su artefacto, con su propio fin supremo y último, no sería más que un idólatra”.


El libro está lleno de sugerentes reflexiones y citas que nos abren nuevos caminos. Nos viene a recordar una idea de Ratzinger, que al leer la famosa frase de Dostoievski “la belleza salvará el mundo” decía: “se suele olvidar que Dostoievski se refiere aquí a la belleza de Cristo”.

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