La felicidad donde no se espera


Son multitud los libros escritos sobre el “Sermón de la Montaña”, y concretamente sobre las “Bienaventuranzas”, pero siempre nos aportan algo; tan rico es este contenido nuclear en las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Jacques Philippe nos ofrece aquí una nueva aproximación a este tema inagotable.


“El mundo de hoy -afirma el autor- está enfermo de su orgullo, de su avidez insaciable de riqueza y poder, y no puede curarse sino acogiendo este mensaje. Para ser fiel a la misión que le ha confiado Cristo de ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 6, 13-14), la Iglesia debe ser pobre, humilde, mansa, misericordiosa… Hay una llamada muy fuerte hoy a oír esta enseñanza esencial de Jesús, que quizá no hemos comprendido verdaderamente aún ni puesto en práctica. Cuanto más avanza la Iglesia en su historia, más debe irradiar el espíritu de las Bienaventuranzas, para difundir «el buen olor de Cristo» (2 Co 2, 15). El Espíritu Santo quiere actuar hoy con fuerza en este sentido, hasta trastornar a veces a su Iglesia. Es absolutamente necesario que cada cristiano difunda el perfume del Evangelio, perfume de paz, de dulzura, de alegría y humildad”.


Más que un código de conducta, por elevado que sea, el camino de las Bienaventuranzas es un camino hacia la felicidad del Reino, un itinerario de unión con Dios y de renovación interior de la persona. Nos propone un recorrido de identificación con Cristo, de descubrimiento del Padre, de apertura a la acción del Espíritu Santo. Solo el Espíritu es capaz de darnos la verdadera inteligencia de las Bienaventuranzas y permitirnos aplicarlas a nuestra vida.


Las Bienaventuranzas son en primer lugar un retrato del mismo Jesús. «Las Bienaventuranzas no son solo el mapa de la vida cristiana, son el secreto del corazón del mismo Jesús». Se podría explicar largamente y meditar cómo Cristo, durante toda su vida y especialmente en su Pasión, es el único verdadero pobre de espíritu y el único que ha vivido íntegramente cada una de las Bienaventuranzas. Todas se cumplen plenamente en la Cruz.


Las Bienaventuranzas no son otra cosa que la descripción de este «corazón nuevo» que el Espíritu Santo forma en nosotros, y que es el mismo corazón de Cristo. Mucho más que una ley, que una carga suplementaria, el Evangelio es una gracia, una efusión de misericordia, una promesa de transformación interior por el Espíritu Santo. «No me avergüenzo del Evangelio, porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío en primer lugar y también del griego», nos dice san Pablo. Hay pues una relación absolutamente esencial entre las Bienaventuranzas y la persona y la misión del Espíritu Santo. Los teólogos medievales, como santo Tomás siguiendo a san Agustín, han reconocido una relación entre las Bienaventuranzas y los siete dones del Espíritu. Puede parecer a primera vista un poco artificial, pero la intuición de fondo es muy justa: es viviendo las Bienaventuranzas como nos abrimos a los dones del Espíritu y, en sentido contrario, solo el Espíritu Santo puede darnos el comprender y practicar plenamente las Bienaventuranzas. Se podría tomar cada una de ellas y mostrar cómo supone una obra del Espíritu Santo, el único que puede hacer capaz al corazón del hombre de comprenderlas y vivirlas. La pobreza, la mansedumbre, las lágrimas, el hambre y la sed de Dios, la misericordia, la pureza de corazón, la comunicación de la paz, la alegría en la persecución, suponen un corazón transformado por el Espíritu.

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