El tesoro de los Padres



José Antonio Loarte reunió en este volumen una selecta antología de textos patrísticos de gran utilidad para la lectura espiritual y la meditación. La cuidada edición de Rialp trae índices muy útiles, tanto por autores como por temas. En definitiva una obra interesante para tener a mano, consultar y releer.


Como botón de muestra reproducimos este texto sobre “Santidad, fe y obras” de san Clemente Romano:

Acerquémonos al Señor en santidad de alma, con las manos puras y limpias levantadas hacia Él, amando al que es nuestro Padre clemente y misericordioso, que nos escogió como porción de su heredad. Porque así está escrito: cuando el Altísimo dividió las naciones, y dispersó a los hijos de Adán, delimitó las gentes según el número de los ángeles de Dios: mas la porción del Señor es el pueblo de Jacob; la porción de su herencia, Israel (Dt 32, 8-9). Y en otro lugar, la Escritura dice: he aquí que el Señor toma para sí un pueblo de entre los pueblos, como recoge un hombre las primicias de su era; y de este pueblo surgirá el Santo de los santos (Dt 4, 34).

Somos una porción santa: practiquemos obras de santidad. Evitemos la calumnia, la impureza, la embriaguez y el afán de novedades, la abominable codicia, el odioso adulterio, la detestable soberbia: Dios —dice la Escritura— resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (Sant 4, 6).

Unámonos, pues, a aquellos a quienes Dios ha dado su gracia. Revistámonos de concordia; humildes, castos, apartados de toda murmuración y calumnia, justificados por nuestras obras y no por nuestra palabra; pues el que mucho habla, mucho deberá oír: ¿o es que el charlatán por sus palabras es justificado? (Job 11, 2) (...).

Nuestra alabanza ha de venir de Dios, y no de nosotros mismos, pues Dios detesta a los que a sí mismos se enaltecen. Que los demás den testimonio de nuestras buenas obras, como se ha dado de nuestros padres, varones justos. Dios maldice el descaro, la arrogancia y la temeridad; mientras la modestia, la humildad y la mansedumbre brillan en los bendecidos por el Señor.

Adhirámonos a la bendición de Dios y veamos cuáles son los caminos para alcanzarla. Volvamos nuestra vista a los primeros acontecimientos de la historia de la salvación. ¿Por qué fue bendecido nuestro padre Abraham? ¿No lo fue por obrar la justicia y la verdad por medio de la fe? Isaac, aun conociendo con certeza lo que le sucedería, libremente, con confianza, se dejó llevar al sacrificio. Jacob, huyendo de su hermano, humildemente emigró de su tierra, y marchó a casa de Labán; le sirvió y le fueron dadas las doce tribus de Israel (...).

En suma, fueron glorificados y engrandecidos, no por sus méritos propios, ni por sus obras o por su justicia, sino por la Voluntad de Dios. Por lo tanto, tampoco nosotros —que hemos sido llamados en Jesucristo por su misma voluntad— nos justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia y piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe: porque el Dios Omnipotente, de quien es la gloria por los siglos de los siglos, justificó a todos desde el principio.

Entonces, ¿qué haremos, hermanos? ¿Seremos negligentes en las buenas obras y descuidaremos la caridad? No permita Dios que esto suceda. Al contrario, con esfuerzo y ánimo generoso apresurémonos a cumplir todo género de obras buenas.

El mismo artífice y Señor de todas las cosas se regocija y se complace en sus obras. Con su poder soberano afianzó los cielos, y con su inteligencia incomprensible los ordenó. Separó la tierra del agua que la envolvía, y la asentó en el cimiento firme de su propia voluntad. Por su mandato recibieron el ser los animales que sobre ella se mueven, y al mar y a los animales que en él viven, después de crearlos, los encerró con su poder soberano. Finalmente, con sus sagradas e inmaculadas manos, plasmó al hombre, la criatura más excelente y grande por su inteligencia, imprimiéndole el sello de su propia imagen (...). Así que, teniendo a Dios como modelo, adhirámonos sin reticencias a su santa Voluntad, y con todas nuestras fuerzas hagamos obras de justicia.

El buen trabajador toma con libertad el pan de su labor, mientras el perezoso y holgazán no se atreve a mirar el rostro de su amo. Por tanto, seamos prontos y diligentes en las buenas obras, ya que del Señor nos viene todo. Él mismo nos lo ha dicho: he aquí el Señor, y su recompensa delante de su faz, para dar a cada uno según su trabajo (Is 40, 10). Con ello, nos exhorta a que pongamos en Él nuestra fe, con todo nuestro corazón, y a que no seamos perezosos ni negligentes en ningún genero de obras buenas.

SAN CLEMENTE ROMANO, Epístola a los Corintios, 30-34.

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