Mirar a Cristo


En el presente libro, se recogen las conferencias impartidas por Joseph Ratzinger sobre las tres virtudes teologales en unos ejercicios espirituales. El mismo autor lo explica así en el Prólogo. Cuando en el verano de 1986 Monseñor Luigi Giussani, fundador de «Comunión y Liberación», me invitó a dirigir unos ejercicios espirituales a sacerdotes de su movimiento en Collevalenza, acababa de llegar a mi despacho el volumen en el que Josef Pieper había recogido y publicado de nuevo sus tratados sobre «Amar, esperar, creer», publicados originariamente en 1935, 1962 y 1971. Esta circunstancia me indujo a afrontar, durante los ejercicios espirituales, las tres «virtudes teologales», sirviéndome de las meditaciones filosóficas de Pieper como si fuera un libro de texto. «Espero que este pequeño volumen, afirma Ratzinger, así como los ejercicios que fueron su origen, puedan servir como nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales en las que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose así en una existencia totalmente humana».

Nos parece interesante reproducir aquí el texto del epígrafe “El amor como un sí”: 

La  palabra  amor  está  expuesta, hoy  día,  a  una degradación y  a  una  banalización  que poco  a poco parece estar haciendo imposible su uso. Sin embargo no podemos renunciar a las primeras palabras (Dios, amor, vida, verdad,  etc.) y,  sencillamente,  no  debemos  dejar que  nos  las arranquen  de  las  manos. Si  tomamos  la  palabra en toda  la grandeza  de  su  significado originario,  resulta  casi imposible decir lo que la misma palabra indica. Tan rico y complejo es el  fenómeno  que  se  intenta  comprender  con este término. 

Pero  a  pesar  de   la   multiplicidad   de   aspectos   y   planos distintos,  podemos  afirmar  que por  encima  de  ellos domina un  acto  de  aprobación  general  hacia  el  otro,  un  sí a  aquel  a quien  se  dirige  nuestro  amor:  «es  bueno  que    existas»,  es como  Josef  Pieper  ha  definido  la  esencia  del  amor.  El amante  descubre  la  bondad  del  ser  en  esa  persona,  está contento  de  su  existencia,  dice    a  esa  existencia y  la confirma.   Antes de  cualquier  otro  pensamiento sobre sí mismo, antes de cualquier otro deseo, está el simple ser feliz ante  la  existencia del  amado,  el  sí a ese tú.  Sólo en  segundo lugar  (no  en  el  sentido cronológico,  sino  real)  el amante descubre de esta forma (porque la existencia del tú es buena) que  su  propia existencia se ha  hecho  también  más  hermosa, más preciosa, más feliz. Mediante el sí hacia el otro, hacia el tú, yo me recibo a mí mismo de nuevo y puedo ahora decir sí a mi propio yo, partiendo del tú. 

Pero  consideremos  un  poco  más  de  cerca  este  primer paso, el sí al tú, la afirmación de su ser (y en tal modo del ser en  el  amor  y  por  el  amor). Este    es  un  acto creador,  una nueva creación.  Para  poder  vivir  el  hombre  tiene  necesidad de este sí.  El nacimiento  biológico no es  suficiente.  El hombre  puede  asumir  su  propio  yo  únicamente  en  la  fuerza de aceptación de su ser, que viene de otro, del tú. Este sí del amante le  proporciona  su existencia de  forma nueva y definitiva, recibiendo una especie de renacimiento, sin el que su  primer  nacimiento quedaría  incompleto  y  le  enfrentaría  a una contradicción consigo mismo. Para reforzar la validez de esta  afirmación,  será  suficiente  pensar  en  la  historia  de algunas  personas  que  en  los primeros  meses  de  su  vida  han sido abandonadas por sus padres y no han sido acogidas con un  amor, que  afirmase y abrazase sus vidas.  Sólo el renacimiento del ser amado completa el nacimiento y abre al hombre al espacio de una existencia significativa. 

Esta intuición nos puede ayudar a comprender algo de los misterios de la creación y redención. Ahora se comprende bien  que  el  amor  es  creativo  y que  el  amor  de  Dios  fue  la fuerza  que  creó  de  la  nada  al  ser,  que  el  amor  de  Dios  es  el verdadero  «terreno»   sobre el que se   asienta   toda   otra realidad.  Pero  desde  aquí  podemos  comprender  también  que el segundo sí, pronunciado con grandes letras en el leño de la cruz,   es   nuestro   renacimiento, y que únicamente   este renacimiento hace de nosotros seres definitivamente «vivos». 

Y finalmente puede surgir el presentimiento de que nosotros, confirmados en Dios, hemos sido llamados a participar de su propio sí.  Tenemos el encargo  de  continuar  la  creación, de ser co-creadores con él,  con la «nueva»  tarea  de  ser  para  el otro en el sí del  amor,  de convertir   el   don del ser verdaderamente en un don.

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