El hombre y sus alrededores




Pocas obras de pensamiento he leído últimamente con tanto gusto y mantenido interés como "El hombre y sus alrededores" de Higinio Marín. En el presente libro (publicado en 2013) se reúnen once conferencias pronunciadas en distintos centros educativos, tanto de grado medio como superior. 

Se trata –por orden cronológico y no según la estructura final de la obra– de “La esperanza: lo que el diablo no se espera” (2005), “Sobre razón y fe” (2007), “La originalidad del matrimonio” (2008), “Las fuentes de la autoridad” (2008), “Antropología de la familia” (2010), “La manipulación del deseo” (2011), “El ocio y la fiesta” (2012) y “La Universidad como excepción” (2012). A ellas se suman el capítulo sobre el perdón, en gran parte incorporado a Teoría de la cordura, y los escritos inéditos “Sobre la televisión. Espectadores y espectros” y “La ausencia de Dios. Consideraciones sobre el pecado original”. 
Quisiera destacar el tratamiento lúcido que hace de “la cultura de la opulencia”, del que transcribo algunos párrafos:

"Se puede afirmar sin temor alguno a la exageración que nunca hasta ahora el hombre ha vivido una situación como la nuestra: las sociedades desarrolladas del siglo XX y del XXI han alcanzado un nivel de eficiencia en el aseguramiento de la satisfacción de las necesidades vitales y, en general, en la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos como no se ha conocido a lo largo de los cien mil años que el ser humano existe sobre el planeta. 
Jamás antes el hombre logró estar tan a salvo de las lacras del hambre, el frío, la enfermedad y la violencia como lo están los ciudadanos de nuestras sociedades. Resulta difícil, pues, ponderar con justicia el privilegio que disfrutamos cuantos vivimos en tales condiciones, tan distintas de las que han sufrido la inmensa mayoría de nuestros semejantes a lo largo de toda la historia y en todas las civilizaciones, y tan distintas de las que todavía padecen muy buena parte de nuestros contemporáneos.
Estar razonablemente a salvo del temor de que la próxima hambruna acabe con la vida de alguno de nuestros hijos, o de que el próximo invierno o enfermedad común se lleve a alguno de nuestros mayores, o de que la próxima revuelta violenta acabe con cualquiera de nosotros, es una situación de la que no han disfrutado la inmensa mayoría de los seres humanos, y habría bastado para colmar buena parte de sus sueños de una sociedad más humana y mejor. 
Por primera vez en la historia de la especie humana esos sueños son realidad y cuanto se diga sobre la sociedad contemporánea no puede dejar de lado esta verdad primordial: que hay mucho bien moral objetivo en el hecho de que podamos hacer mucho por los enfermos, por eludir la amenaza del hambre, el frio, la ignorancia y la violencia; que hay mucha dignidad humana materializada en semejante clase de sociedad y que es en sí misma una bendición cuyo único límite al respecto es que no alcance ya a todos los hombres sobre el planeta.
Pero si nuestra civilización ocupa con justicia un lugar sin parangón en la historia por su eficiencia en la satisfacción y el aseguramiento de las necesidades y condiciones para la vida, no se destaca menos por la igualmente insólita capacidad para generar nuevas necesidades. Más todavía, todo apunta en la dirección de que el sistema económico productivo que garantiza nuestro nivel de bienestar, requiere para su sostenibilidad que los ciudadanos de las sociedades avanzadas atiendan la satisfacción de nuevas y siempre crecientes necesidades mediante un consumo vertiginoso.
Para hacer efectivo dicho nivel de consumo nuestro sistema económico necesita desarrollar una estrategia intensiva y focalizada en la invención de nuevas necesidades mediante la multiplicación y exacerbación del deseo. A tal efecto hay dedicada una maquinaria de potencial, sutileza y eficiencia portentosa: la publicidad que mediante toda clase de soportes satura el espacio y el tiempo en la vida de los ciudadanos de las sociedades desarrolladas. La publicidad opera mediante sus imágenes y, sobre todo, mediante su narrativa de deseos y satisfacciones una colonización de la memoria y la imaginación que convierte al consumo en el medio universal de realización de las expectativas de toda índole, también las más directamente vinculadas a la idea de una vida feliz.
Que el consumo se defina como un elemento estructural del sistema económico, al tiempo que como una actividad central en el proyecto de una vida feliz, implica que nuestro sistema económico tiene unos supuestos e implicaciones antropológicas que es necesario conocer.
Como sabemos, para que el consumo no se detenga es necesaria una cierta disponibilidad de renta que de ordinario obliga a conseguir altos niveles de empleo, así como facilidades de crédito, percepción de confianza y otras tantas variables con las que los gurús económicos de nuestro mundo nos ilustran a diario. Pero todas ellas serían sencillamente inútiles si el sujeto quedara satisfecho y ocioso desde el punto de vista del consumo. Es necesario, pues, lo que el departamento de investigación de la General Motors definió como “la creación organizada de la insatisfacción”, es decir, la invención de necesidades cuya satisfacción genera deseos nuevos que “no conducen sino a la decepción, siempre compensada por la promesa de una nueva decepción” estructuralmente inducida.
La conversión de simples deseos en necesidades que es crucial para la inducción al consumo,  es también la lógica interna del ‘capricho’, de modo que todo nuestro sistema económico depende para su viabilidad de la generación en el sujeto de la morfología moral y psicológica del caprichoso. Desde ahí resulta fácil apreciar que una cultura de la opulencia puede definirse como aquella en la que los sujetos experimentan psicológica y conductualmente como necesidades lo que son meros deseos. Esa es la manipulación del deseo que la cultura publicitaria suscita en aquellos a quienes convierte en consumidores adictivos".

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