dignidad

Con este sencillo título publica Javier Gomá su último libro. He de confesar que me ha parecido algo desigual en su contenido, salvo la primera parte que se centra uno de los conceptos más revolucionarios del siglo XX y al que, según el autor, menos atención le ha prestado la filosofía. Después divaga por terrenos filológicos que poco tienen que ver con el prometedor planteamiento. Con todo, me parece que siempre compensa leer a Javier Gomá, uno de los ensayistas más brillantes de nuestras letras.

La dignidad está en la base de los avances de la civilización moderna: “La salida del estado de naturaleza y la entrada en la civilización se manifiesta en aquella sociedad que concede preferencia a los sobrantes (predilectos de la dignidad), una preferencia de la que sería ilustración, en nuestra experiencia urbana cotidiana, uno de esos coches de alta gama que circulan a gran velocidad por las calles de una ciudad pero están obligados a frenar y detenerse ante un niño despreocupado o un torpe anciano que cruzan ociosamente un paso de cebra. La naturaleza impone la lucha entre las especies animales para seleccionar sólo las más fuertes o mejor adaptadas. Los hombres llegan a esa lucha en las mejores condiciones porque han sustituido las fauces feroces y las garras afiladas por el lenguaje simbólico y la técnica, que obran el prodigio de adaptar la naturaleza a sus necesidades y dominar a las otras especies. Llegados a cierta etapa de la evolución social, la especie humana, sin visible ventaja evolutiva, dándose un lujo que aparentemente sólo ella puede permitirse, eleva un ideal humanitario que supone la derogación de la ley del más fuerte, vigente en la naturaleza, y su sustitución por una nueva y revolucionaria ley del más débil”.

Interesante es también la reflexión sobre lo que supone la muerte para el hombre moderno. En la modernidad nace como idea central en la comprensión del hombre la subjetividad. Con el Renacimiento y la Ilustración la historia bascula desde la idea de un cosmos físico y eterno al yo moral y mortal, titular de una dignidad máxima e incondicional desconocida en siglos anteriores. El hombre se convierte en un fin en sí mismo, nada prevalece sobre la dignidad individual, un nuevo concepto de dignidad que no es prestada, sino propia, inmanente y autofundada.

Pero permanece la muerte como realidad inexorable y entonces se consuma el escándalo. Porque he aquí que este individuo máximamente digno sufre la injuria máxima, que es su muerte, experimentada ahora en la plenitud doliente de su significado. Recuérdese que sólo lo particular muere, no lo general. El cosmos era aquella generalidad suprapersonal que existía eternamente, semejante a lo divino. 

Pero, tras el giro subjetivo, la fuente de ser se desplaza al individuo, que, como cualquier otro organismo viviente, muere de verdad y a fondo. En la modernidad, la muerte no es una vicisitud incidental en la corteza del ser, como en la cosmovisión premoderna, sino la negación absoluta del ser, su total y definitiva anulación. El escándalo se hace insoportable: si el individuo es aquel ser cuya perfección dignifica la vida, su destrucción supone la mayor de las indignidades imaginables. 


La muerte destruye absolutamente ese yo absoluto y borra sus huellas. El cosmos deja de comportarse con su más ilustre habitante como una naturaleza proveedora y maternal y se desenmascara como mundo injusto, lejos de ser divino, en extremo inhumano. Por primera vez en la historia de la humanidad, el hombre empieza a interrogarse inevitablemente ¿para qué vivir?

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