Dios y el mundo



En 1996, Peter Seewald propuso al Card. Ratzinger tener una larga conversación sobre las cuestiones que el hombre actual plantea a la Iglesia. De ahí surgió el libro “Sal de la tierra” que constituyó un éxito editorial. El enorme eco de este acontecimiento, enormemente positivo, animó a Seewald a proponer una segunda ronda de conversaciones en la que se aclararan más bien cuestiones internas de la propia fe. El resultado es “Dios y el mundo”, libro interesantísimo que, pasado casi 20 años apenas ha perdido un ápice de su actualidad.

Una de las cuestiones clásicas que demandan respuesta de la fe es el tema del sufrimiento: «El sufrimiento», opina Juan Pablo II, forma parte del misterio de la persona.» ¿Por qué?

Hoy el programa consiste en desterrar el sufrimiento del mundo. Para el individuo eso significa evitar el dolor a todo trance. Pero hay que ver también que así el mundo también se vuelve muy duro y muy frío. Porque el dolor forma parte del ser humano. Y quien desee de verdad erradicarlo, también debería eliminar el amor, que en absoluto existe sin dolor porque siempre exige autorrenuncia, porque la diferencia de temperamentos y las situaciones dramáticas traerán siempre consigo la renuncia, el dolor.

Cuando uno sabe que el camino del amor -ese éxodo, ese salir de sí mismo- es el verdadero camino de la humanización del ser humano, entonces comprende también que el sufrimiento es un proceso de maduración. Quien ha aceptado en su interior el sufrimiento se vuelve más maduro y comprensivo para el otro, más humano. El que ha esquivado el sufrimiento no comprende a los demás, se vuelve duro y egoísta.”

“El amor mismo es una pasión, un padecimiento. En él experimento primero la dicha, la vivencia de la felicidad completa. Pero por otra parte soy arrebatado de mi cómoda tranquilidad y he de dejarme transformar. Si decimos que el sufrimiento es el reverso del amor, entenderemos también por qué es tan importante aprender a sufrir, y por qué, en el caso contrario, evitar el dolor incapacita al ser humano para la vida. Le tocaría en suerte un vacío del ser que sólo puede ir unido a la amargura, al rechazo y no a la íntima aceptación y maduración.”

Muy interesante resulta también el sentido de la fiesta, magistralmente tratado: “En el Génesis, el Sabbath es un periodo de tiempo en el que la persona queda libre para Dios. En unión del decálogo, constituye además la señal de la alianza con su pueblo. De ese modo, la idea original del Sabbath es, en el fondo, una anticipación de la libertad e igualdad de todos.

En el Sabbath el esclavo no es esclavo, pues también para él es válido el descanso. La tradición eclesiástica siempre ha subrayado este aspecto. Respecto a los libres, su actividad no era trabajo en sentido estricto, por lo que podían continuar realizándola. Otro punto importante es que ese día la creación descansó. Esto se concebía de una forma tan primitiva que el mandamiento se aplicaba incluso al ganado.

Hoy a las personas les gustaría disponer por completo de su tiempo. De hecho hemos olvidado lo importante que es dejar entrar a Dios en el tiempo y no usar el tiempo sólo como material disponible para satisfacer las propias necesidades. Hay que dejar de lado los pragmatismos y obligaciones para entregarse en persona a los demás.”

En tercer lugar me gustaría destacar la reflexión que hace Ratzinger sobre el sentido de la leySegún Joseph Ratzinger existen cuatro leyesque indican en qué orden está edificada la vida en nuestro mundo:

La ley natural dice que la propia naturaleza contiene un mensaje moral. El contenido intelectual de la creación no es sólo matemático-mecánico. Ésta es la dimensión que eleva las ciencias naturales a leyes naturales. Pero hay más inteligencia, más «leyes naturales» en la creación. Ésta lleva en su seno un orden interno y nos lo revela. A partir de ella podemos leer los pensamientos de Dios y la forma correcta en que debemos vivir. 

En segundo lugar está la ley de la concupiscencia quiere decir que el mensaje de la creación está oscurecido. A él se opone una especie de dirección contraria existente en el mundo a través del pecado. Expresa el hecho de que el ser humano, como suele decirse, da coces contra el aguijón. Pablo lo expresa así: «El ser humano siente una ley en su interior que le impulsa con frecuencia a hacer lo contrario de lo que realmente querría».

En tercer lugar «la Ley» los cinco libros de Moisés [El Pentateuco con el "Decálogo"], que constituyen el ordenamiento jurídico de Israel. Éstos exponen el sistema vital de Israel, su sistema de oración y al mismo tiempo su sistema moral. Pablo analizó después críticamente dicho sistema. Al hacerlo comprobó que esa ley fue un poder ordenador -y en muchos aspectos sigue siéndolo para nuestros conciudadanos judíos y también para nosotros, cuestión de la que seguro hablaremos aún-, aunque por otra parte no podía liberar por entero a las personas. He aquí la razón: cuanto más exigente es la ley, mayor se torna el impulso en contra.

No obstante, santo Tomás de Aquino, refiriéndose a las palabras de san Pablo, habló también de una ley, la ley de Cristo, que sin embargo es de muy distinta naturaleza. Tomás dice que la nueva ley, la ley de Cristo, es el Espíritu Santo, es decir, una fuerza que nos impulsa desde dentro, que no nos ha sido impuesta desde fuera. 

Según esto existen, pues, cuatro planos muy diferentes: en primer lugar, el mensaje de la creación. Segundo, el movimiento contrario del ser humano en su historia, en la que en cierto modo, intenta construirse su propio mundo opuesto a Dios. Tercero, la alocución de Dios en el Antiguo Testamento, que señala el camino al ser humano, pero manteniéndose opuesto a éste y en cierto modo ausente. Así, la ley de la antigua alianza sigue siendo provisional, apunta más allá de sí misma. Y en cuarto y último lugar, Cristo, que más allá de las leyes externas nos toca desde dentro, marcándonos con ello el rumbo interno de nuestra vida.

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