La Belleza desarmada
Julián Carrón, responsable actual del movimiento Comunión y Liberación, reflexiona sobre nuestra actual situación de "cambio de época". En este libro nos plantea de qué modo la propuesta cristiana puede ser atrayente para el hombre de hoy y contribuir a la construcción de espacios de libertad y convivencia en nuestra sociedad plural.
El análisis de este libo se centra en lo que muchos han llamado la “crisis de la modernidad” Desde el comienzo de los tiempos modernos se está elaborando una cultura no cristiana. Durante mucho tiempo la negación se ha dirigido únicamente contra el contenido de la Revelación, no contra los valores éticos, individuales o sociales que se han desarrollado bajo su influencia. Es más, la cultura moderna ha pretendido descansar precisamente sobre estos valores.
“Según este punto de vista, ampliamente adoptado por los estudios históricos, valores como la dignidad personal, el respeto mutuo, el intercambio de ayuda, son posibilidades innatas en el hombre que los tiempos modernos han descubierto y desarrollado. Ciertamente, la cultura humana de los primeros tiempos del cristianismo favoreció la germinación de estos valores, que se desarrollaron durante la Edad Media debido a la preocupación religiosa por la vida interior y por la acción caritativa; pero después esta autonomía de la persona tomó conciencia de sí misma y se convirtió en una conquista natural, independiente del cristianismo. Este modo de ver se expresa en múltiples formas y de modo particularmente representativo en los derechos del hombre en tiempos de la Revolución francesa” (R. Guardini en “El final de la Edad Moderna”).
Pues bien, ese intento de afirmar unos valores cortando las raíces que los hicieron germinar y desarrollarse ha fracasado. Son valores que entraron en la historia con Jesucristo y que no perviven sin él. Valores como el valor de la vida y el valor de la persona, son evidentes -visibles a la mirada y aceptables a la voluntad- sólo gracias a la “atmósfera” creada por la fe cristiana. “El concepto de `persona´, por ejemplo, considerado en su plenitud, entró en el mundo con Jesucristo, a través del testimonio de una forma de relacionarse con el hombre desconocida previamente” (J. Carrón)
Como persona, el ser humano lleva en su interior un deseo insaciable de Verdad, Bondad, Belleza, … sin las que no será factible la Felicidad. «Rayo divino pareció a mi mente,/mujer, tu hermosura». (Giacomo Leopardi).
La belleza de la mujer es percibida por el poeta como un rayo divino, como la presencia de lo divino. A través de la belleza de la mujer es Dios quien llama a la puerta del hombre. Si el hombre no comprende la naturaleza de esta llamada y no apuesta por secundarla, difícilmente podrá comprender hasta el fondo su destino de infinitud y de felicidad.
La mujer, siendo limitada, despierta en el hombre, también limitado, un deseo de plenitud desproporcionado respecto de la capacidad que ella tiene de satisfacerlo. Despierta una sed que no está en condiciones de saciar. Suscita un hambre que no encuentra respuesta en aquella que lo ha suscitado. De ahí la rabia, la violencia que tantas veces surge entre los esposos y la decepción a la que se ven abocados si no comprenden la verdadera naturaleza de su relación.
La hermosura de la mujer es, en realidad, rayo divino, signo que remite más allá, a otra cosa más grande, divina, inconmensurable respecto de su naturaleza limitada, como describe Romeo en el drama de William Shakespeare: «Muéstrame una dama que sea muy bella. ¿Qué hace su hermosura sino recordarme a la que supera su belleza? Su belleza grita: “No soy yo. Yo solo soy una señal. ¡Mira! ¡Mira! ¿A quién te recuerdo?”». Se trata de la dinámica del signo, de la que la relación entre hombre y mujer constituye un ejemplo conmovedor. Cuanto más viven ambos la presencia de la persona amada como signo de otro —que es la verdad de la persona amada—, tanto más esperan y anhelan ese otro.
Si no comprende esta dinámica, el hombre sucumbe al error de detenerse en la realidad que ha suscitado el deseo. Es como si una mujer que recibe un ramo de flores, extasiada ante su belleza, olvidara el rostro de quien se las ha mandado y del que son signo, perdiéndose así lo mejor de las flores. No reconocer en el otro su carácter de signo lleva inevitablemente a reducirlo a lo que aparece ante nuestros ojos. Y antes o después se revela su incapacidad de responder al deseo que ha suscitado
Como dice Leopardi, “el no poder estar satisfecho de ninguna cosa terrena ni, por así decirlo, de la tierra entera; el considerar la incalculable amplitud del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos y encontrar que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo (…) me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que se puede ver en el ser humano”.
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