Elogio de la sed



Magnífico libro de José Tolentino en el que se recogen las meditaciones que este sacerdote y poeta predicó el año pasado en el retiro cuaresmal que hizo el Papa Francisco con la curia romana.

Le sed es un poderoso símbolo que aparece con frecuencia en la Biblia. El hombre tiene sed de Dios y Dios tiene sed del amor de los hombres. Alguna preguntas nos han estado aguardando desde siempre. Podemos intentar pasar de largo o hacernos los distraídos durante un tiempo, pero en nuestro interior sabemos que ese jugar al escondite tiene un precio. Evitarlas es desoír la llamada que la vida nos hace.
Una de esas llamadas está ligada al deseo, y en su forma más incisiva y personal se formula de la siguiente manera: “¿Cuál es mi deseo?” Mi deseo profundo, que no depende de ningún medio o necesidad, que no se refiere a ningún objeto, sino al propio sentido. “¿Cuál es mi deseo?”

El deseo que no coincide con las estrategias cotidianas de consumir, sino con el amplio horizonte del consumar, de realizarme como persona única e irrepetible, de asumir mi rostro, mi cuerpo hecho de exterioridad e interioridad, de mi silencio, de mi lenguaje.

La sociedad de consumo, con sus ficciones y vértigos, promete satisfacerlo todo y a todos, y falazmente identifica felicidad con estar saciado. Saciados, colmados, satisfechos, domesticados; así estamos, satisfechas nuestras necesidades en la gran fiesta del consumismo. La saciedad que se obtiene mediante el consumo es una prisión del deseo, reducido a un impulso de satisfacción inmediata.

El deseo verdadero, en cambio, se identifica de forma inequívoca por una ausencia, por una insatisfacción que se convierte en principio dinámico y proyector. El deseo es literalmente insaciable porque aspira a algo que no puede poseer: el sentido. En esta línea el deseo no se sacia, sino que se intensifica.

Escuchar la propia sed es interpretar el deseo que habita en nosotros. Al final del “Banquete” de Platón aparece una interpretación del deseo que marca la historia de Occidente. Allí se ve el deseo como falta, como carencia. Según el mito griego el amor es hijo de Penia (pobreza) y Poros (ingenio). Como tal el amor no es un estado de posesión, sino el deseo incesante de la verdad, la belleza y la bondad que a uno le faltan. 

¿Qué sucede cuando amamos? Sencillamente que el amor desea los bienes que no tiene. La vocación del que ama es una vocación “mendicante”: emprende sus caminos sintiendo el malestar de sus manos vacías. Duerme al raso, se viste de manera andrajosa, como un mendigo. Ha recibido los recursos para atraer y ser atraído, es decir, ha recibido la sed.

Es importante distinguir entre el deseo y la necesidad, que se satisface mediante la posesión de un objeto. No confundamos el deseo con las necesidades. El deseo es una carencia nunca satisfecha del todo, una tensión, una interminable exposición a la alteridad, una aspiración que nos trasciende y que no necesariamente tiene un término, un final, al contrario de la necesidad, que es una carencia circunstancial del sujeto. El deseo al que nos referimos apunta hacia el infinito.

Simone Weil relee el discurso platónico en clave mística e insiste en que el deseo constituye una engañosa trampa cuando se centra en objetos finitos, porque éstos se transforman en ídolos erigidos en lugar del absoluto. Pero el deseo es bueno en la medida en que contenga una energía que se oriente hacia lo alto. Por eso propone una educación del deseo que nos haga estar vigilantes con respecto a las tentaciones de sustitución, enseñándonos a vivir en la carencia y la esperanza. Si permanecemos sedientos y “desiderantes” el propio Dios acudirá a nuestra humanidad para satisfacer nuestro deseo. Así el deseo se convierte en atención, vigilancia, fidelidad y confianza.

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