El nos amor primero


Juan Bautista Torelló sacerdote y psiquiatra, gozó de unas dotes extraordinarias. Tuve la suerte de conocerle antes de morir en 2011 y oír alguna conferencia suya. Se emocionaba siempre que hablaba de Dios, no era capaz de referirse fríamente a la persona a la que amaba y era razón de su vida. Este libro recoge meditaciones predicadas en la Iglesis de San Pedro de Viena, ciudad en la que vivió muchos años. Resumo algunos textos y aconsejo vivamente la lectura de este libro.

“Irnos de retiro significa ir a buscar palabras que sólo se oigan en silencio. Unas palabras que no suenen provisionales ni casuales, unas palabras no determinadas por los demás, sino totalmente personales y dirigidas a cada uno de nosotros, es decir, unas palabras que no son humanas. De esas oímos suficientes, estamos hartos de ellas. A veces nos gustaría no escuchar nada más, no leer nada más, guardar silencio y pedir unas palabras a Dios, a ese Dios que nos ha llamado en persona a la vida, quién sabe por qué y para qué. Necesitamos esas palabras que sentido, sustancia y contenido a nuestra vida”.
Cuando se dice que todo –o que por lo menos muchas cosas, y ninguna insignificante para la vida humana–, está escrito en las estrellas, se expresa la creencia general de que la existencia humana, la felicidad o la infelicidad, depende de alguna manera y en alguna medida de leyes que no son de este mundo y que no se pueden comprender por medio de las ciencias y razonamientos habituales. Algo similar también lo defiende el creyente cristiano, solo que este no se cree predestinado por ningún ciego destino físico astral, sino por una voluntad personal que ha dado sentido a todo lo creado y a todas las criaturas y al mismo tiempo le ha dado al hombre libertad espiritual para corresponder o no a la voluntad de Dios y al sentido de la propia vida. (…). 

La voluntad de Dios, lo que Dios piensa de sus criaturas, solo puede ser buena. Porque Él es bueno en sí y Él y su voluntad solo pueden ser buenos. Su voluntad también es absolutamente universal y alcanza hasta los detalles más mínimos. Si se le pudiera escapar algo, no sería Dios, ni omnisciente, ni omnipotente. Así que en Dios, en su voluntad, en su sabiduría, todo tiene sentido y es el de dar un valor bueno y hermoso a todas las cosas.

Pero la voluntad de Dios (aunque es en sí misma incomprensible, como incomprensible es Dios mismo), se muestra a través de la creación, al revelarse por sus criaturas, también está en las criaturas, porque el amor, la bondad, la belleza, es decir, la voluntad de Dios, existen fuera de Dios. De este modo, cada criatura porta consigo el plan, la voluntad de Dios, la conveniencia. Esa voluntad de Dios sobre toda la creación tiene también un propósito divino, la revelación de la naturaleza de Dios, de la gloria divina. Todo tiene este propósito, y ningún otro. (…) 

Cada persona ha sido creada porque Dios quiere que esa persona alcance el pleno desarrollo de sus posibilidades, y a esto es a lo que llamamos santidad cristiana. «Esto es lo que Dios quiere, vuestra santidad», la santidad de cada uno, es decir, la culminación del plan divino, la identificación total de la voluntad de Dios –y esto vale para todas las personas–. Eso es lo que quiso de mí cuando me creó, cuando me quiso, al amarme desde la eternidad, porque en Dios todo es eterno (…). Lo que piensa de cada uno, lo que representa la verdadera identidad de cada uno, es un gran misterio, San Pablo lo llama sacramentum voluntatis suaeel secreto de su voluntad. El modo en que puedo alcanzar mi objetivo siempre es un misterio. Tengo que abrirme siempre, ponerme una y otra vez a disposición. Pedir siempre: ¡Dios, muéstrame mi camino! ¿Qué quieres de mí? ¿Cómo puedo alcanzar mi meta?

Seguramente hay formas generales que son válidas para todos. Dios también mostró esos caminos: (1) son los mandamientos de Dios, los diez mandamientos de las tablas de Moisés, además de los mandamientos de la Iglesia –porque Jesús confió a la Iglesia la interpretación de su revelación–, (2) y finalmente los mandamientos dirigidos a cada uno de nosotros: los firmes deberes relacionados con cada vocación específica.

Quien no siga esas indicaciones personales, quien no las respete, hiere profundamente la voluntad de Dios y arriesga la meta eterna, aunque pudiera resucitar a los muertos. El santo obispo de Ginebra, Francisco de Sales, dijo: «Se les confió a los obispos la guía de las ovejas, su consuelo, su estimulación y su instrucción. Si dedicara mis días a la oración y mi vida entera al ayuno, sin cumplir con mi deber principal, seré maldecido». Lo primero es mi vocación humana, mi papel en la familia, en mi profesión, en la sociedad. Si se cumple con esas obligaciones primeras, se tendrá la seguridad de estar en la voluntad de Dios. Entonces se estarán guardando los mandamientos principales de la existencia personal y se habrá comenzado a amar a Dios. Jesús dijo: «Quien tiene y cumple mis mandamientos, ese es el que me ama». 

Lo primero es el cumplimiento de las tareas diarias propias.  San Josemaría decía siempre que la santidad de las personas no reside en hacer cosas difíciles, sino en llevar a cabo sus tareas cada vez con más amor. 

Quisiera enfatizarlo hoy:  primero cumplir el deber de cada uno en el mundo, el cumplimiento de esas tareas con un amor cada vez más grande. Esto consiste en cumplir con el deber con diligencia y con agrado. Pero esto no es poca cosa. Significa situar el centro de la vida fuera del yo. Para ganar esa disposición, esa frescura, ese impulso de vitalidad cristiana que introduce el incremento del amor a Dios, habrá antes de nada que supeditar, una y otra vez –este es el verdadero ejercicio de fe– las cosas diarias, agradables y desagradables, a la voluntad de Dios, porque a Él nada se le escapa: «¡No se haga mi voluntad, sino la tuya!». 
  • El amor hace perfectas todas las cosas [la voluntad de Dios en lo ordinario… camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimientos de los deberes ordinarios del cristiano… haz que sepa convertir…
  • Tocar la trompeta o tocar la trompeta a la Virgen (…

El deber del momento sería casi insoportable si no es la voluntad de Dios, sino la propia, la que quiero servir y seguir. San Francisco de Sales dijo en una ocasión: Dios valora mucho más mi docilidad que todos mis planes y acciones mejor concebidos e incluso heroicos. Y añade en la Philothea: largas horas de rezo, gran actividad en la Iglesia de una persona casada, no le satisfarán a Él tanto como el amor a la pareja, el sacrificio por la familia, etc. Si el piadoso descuida esto (…) ningún celo misionero lo salvaría, porque la voluntad de Dios es absolutamente prioritaria

No nos engañemos, no hay vocación en este mundo sin inconvenientes, sin aspectos y momentos amargos, sin períodos de aburrimiento, de desesperación. Si uno no está dispuesto a aceptar su propia situación, su propia llamada a la voluntad de Dios, querrá cambiar su propia existencia por la de otro, como enfermos con fiebre elevada cambian continuamente de posición en el lecho no encontrando jamás paz y atormentándose con cada ruidito. La causa de su malestar es simplemente la fiebre. Si desaparece la fiebre de la propia voluntad, el hombre encontrará satisfacción en todas partes en cuanto respete solo la voluntad de Dios. 

Ni siquiera se preocupa de la forma del servicio que Dios, aquí y ahora, quiere de él: solo quiere servir. Enfermo o sano, con éxito o sin él, querido u olvidado, solitario o permanentemente al servicio del prójimo. Él dice: serviam! –quiero servir– y todo lo demás le da igual. Este ama a Dios cada día más y más íntimamente, aunque no lo perciba, aunque no preste ningún servicio especial en la sociedad, en la familia o en la Iglesia. Así, y solo así: cumpliendo con la propia tarea diaria sin envidiar a otras personas y sin soñar otras situaciones mejores, uniéndose a Dios, el bien por excelencia. Se trata de amoldarse a Dios para que su voluntad se convierta en mi voluntad: ¡Se es uno con Dios! 

San Pablo dijo acerca de esto también unas palabras exigentes: «Dios ama al que da con alegría» . Para crecer en el amor de Dios, no hay solo que cumplir con precisión con el propio deber, sino también con alegría. No en el sentido de los sentimientos: tenemos que hacerlo con gusto porque es su voluntad. 

Se intenta sonreír, incluso si se trata de un deber pesado, doloroso, incluso si significa una dura prueba para mis inclinaciones y gustos. Tengo que esforzarme en sonreír. «Todos –dice san Pablo– deben permanecer en el estado en el que los ha encontrado la llamada de Dios» . A veces tengo que sufrir y sin embargo puedo sonreírle a Él; a Él, el amante eterno de mi alma. A veces se sonríe entre lágrimas. Jamás huir cuando llega el sufrimiento, ni soñar ni tener envidia. Dios sabe lo que hace y por eso se debería comenzar la mañana, siguiendo la alta tradición cristiana, besando el suelo de la realidad y diciendo serviam, como actitud principal para toda la jornada (…)

Digamos a menudo durante el día: ¿quieres eso, Dios mío? Entonces lo hago con gusto. San Josemaría habló de un acto de unión con la voluntad de Dios: ‘Si tú lo quieres, Señor, entonces también lo quiero yo’. Esto es lo más grande y valioso que se puede hacer en este mundo, soldarse a la voluntad de Dios, esa capacidad del hombre de hacer algo divino. 

Con ello se despliega también nuestro amor a Dios. Poco a poco, por medio de este ejercicio, aumenta nuestro amor. San Josemaría señala varios niveles: ‘someterse a la voluntad de Dios; aceptar la voluntad de Dios; querer la voluntad de Dios; amar la voluntad de Dios’. Todo ello, sin que sea espectacular, teatral, y nunca significando una carga para otras personas. Esa aceptación de la voluntad de Dios debe llegar de modo amable, sencillo, con una sonrisa, y no cargándose sobre nadie. ¿No dijo Jesús: «Tú, sin embargo, unge tu cabeza, cuando ayunes, y lava tu rostro», perfúmate, no alardees de tu dolor, ¡sonríe!? 

La familia, los compañeros de trabajo, los amigos, deberían encontrar más agradable, amable, ese aspecto exterior del cumplimiento de la voluntad divina. San Josemaría nos dice: «¡No seas un santo que necesite a dos santos para soportarte!». No pongas caras largas, ni gesto heroico, ninguna pose de víctima. Porque eso jamás podrá agradarle a Dios ni al prójimo. Un amor al prójimo que aparece como una concesión no será, con razón, aceptado. La obediencia obstinada, hosca, no satisface a nadie; la piedad que es una carga para la vida familiar no sirve a Dios ni atrae a los demás. Hay que deshacerse de todo para estar siempre dispuesto a poder seguir la voluntad de Dios. (…) Hay que permanecer abiertos, preparados, plenos de vitalidad, sin rigidez, siempre listos para el salto: ¡Hágase tu voluntad, Señor mío y Dios mío! Oremos y ayudémonos unos a otros, corrijámonos mutuamente para que podamos superar nuestras rigideces poco a poco y seamos dóciles ante la voluntad de Dios, la voluntad de nuestro eterno amante.

Fuente: J.B. Torello en El nos amor primero


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