Jesucristo el Santo de Dios

Cristo viene a traernos la santidad, como dice el concilio Vaticano II “nadie tiene por sí mismo la santidad; ésta no es obra de la virtud humana, sino que todos la reciben de Cristo y a través de Él”. De este modo descubrimos la importancia de la doctrina de la gracia, que distingue la fe cristiana de toda otra fe o religión conocida. Cristo no es solo un modelo sublime de virtud, o un simple “maestro de justicia”, es infinitamente más. Es causa de nuestra santidad. Buda, por ejemplo, proporciona a los hombres una doctrina, pero no asiste de ningún modo para realizarla. Por el contrario, Jesús dice: “Si el Hijo os libera, seréis de verdad libres” (Jn 8, 36). Para el cristiano no existe una autoliberación. Se es libre si se es liberado por Cristo.
Para el Nuevo Testamento es inconcebible una consideración sobre Cristo que no acabe con una llamada, con un “por lo tanto…”. “Hermanos, os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios”: así concluye San Pablo la exposición del misterio de Cristo en la Carta a los Romanos (…) Después de la contemplación de la santidad de Cristo y de su apropiación mediante la fe estamos, pues, en la imitación . Pero ¿qué nos falta aún, si hemos sido ya “santificados en Cristo Jesús”? la respuesta la encontramos leyendo lo que Pablo escribe: “a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que invocan en cualquier lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1,2). Los creyentes son “santificados en Cristo Jesús” y, al mismo tiempo “llamados a ser santos”.
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