Todo a mil


Javier Gomá recoge en este libro 33 microensayos cuya lectura resulta tan amable como sugerente. Leer a Gomá siempre merece la pena: es un pensador culto y original. El libro concluye con una propuesta que él mismo califica de ingenua pero que me parece atrayente:Somos los hombres prehistóricos de una cultura de bases nuevas.
La cultura es una dama preñada y con fuertes dolores de parto. Se está gestando un cambio en los fundamentos de nuestra civilización, uno de unas dimensiones tales que habría que remontarse a la última glaciación para observar algo parecido.Todos sentimos ese cambio aunque no sepamos todavía definirlo. El embrión se está formando tentativamente en medio de grandes incertidumbres, pero el proceso es irreversible. Somos los hombres prehistóricos de una cultura de bases nuevas aún en esbozo. Nuestro privilegio será fundar la ciudad que habitarán los hombres del futuro: ya tenemos la mano sobre el arado que trazará su perímetro. Todo borbotea, todo hierve y burbujea, todo se agita a nuestro alrededor, y tanto alboroto nos llena de sordos presentimientos. Sólo una emoción está a la altura de los tiempos: la alegría de la ingenuidad.
Ingenuidad significa extender el brazo para palpar la tentadora objetividad del mundo, sin cuidarse demasiado de todo ese muro de prevenciones –hipercriticismo, escepticismo, relativismo, pluralismo– que la cultura contemporánea ha levantado contra un impulso tan directo; significa primar lo saludable y no lo enfermo, ponerse en el lado soleado de la vida, dar curso a lo genuino y a lo elemental sin abandonarse a unos excesos que arruinan la dicha de la espontaneidad, buscando más bien una proporción que nos dé armonía con nosotros mismos y con los demás. No sería difícil identificar los nombres de personas de nuestra gran tradición cultural –artistas, literatos, filósofos, músicos– que vagamente podríamos catalogar en el pasado de «ingenuos» (como TolstoiDostoievski).
No menos sugerente es el ensayo en el que –como Kant- habla de lo bello y lo sublime:
Lo bello es el esplendor de una forma perfecta, mientras que lo sublime reside en el sentimiento que produce la presencia de lo grandioso, evocador de algo infinito, desmesurado, ilimitado. El placer de lo portentosamente imperfecto. Si los atardeceres son bellos, lo son en primer lugar porque esas horas crepusculares resaltan las formas silueteadas de las cosas. Aunque haya sido explotado ad nauseam por la industria de la reproductividad técnica, el espectáculo conserva el aura del primer día de la creación. El sol vespertino, que el ojo humano ve ahora más grande que cuando reinaba en lo alto, ya no es como antes un sol de justicia sino un sol de misericordia. El mundo, suavemente cambiante, se lentifica y convida a pensar con indulgencia sobre uno mismo y los demás. «Al atardecer de la vida nos examinarán del amor», dijo el autor del Cántico espiritual. Al mismo tiempo, la luz tornasolada presta una nueva profundidad a los objetos, que adquieren sombra, y a nosotros nos concede una extraña lucidez de duermevela: ya dijo Hegel que al caer de la tarde levanta el vuelo la lechuza de Minerva (...) 

El atardecer posee la belleza de la forma, posee con más motivo la belleza de la luz, pues sobre todo es resplandor y claridad. Cuando el sol se pone –ese ojo incandescente, ese huevo pitagórico, esa decoración futurista–, el cielo, convertido en un murmullo de brasas, se enriquece con una variedad de tonalidades templadas, de una elegancia natural. El ocaso ilumina sin quemar y dora el aire con un hálito tibio. Tan grandioso es el portento lumínico –ese «rosicler divino» del verso de Góngora– que la belleza, aunque cotidiana, repetitiva y previsible, se hace sublime. Y sublime, según
 Kant, es aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña. Por eso cuando vemos atardecer sentimos nuestra parvedad consustancial y tomamos conciencia de nuestra mortalidad inevitable. Belleza y muerte.


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