Cuando la Iglesia era joven

Durante sus primeros siglos de historia la Iglesia contó con notables maestros que acabarán siendo llamados “Padres de la Iglesia”. Su labor en defensa de la Iglesia perseguida en los tres primeros siglos es encomiable, como lo será en el siglo IV en la explicación racional de la Verdad Revelada y de modo especial con sus comentarios a la Sagrada Escritura.
“Pero hay otra razón por la cual durante siglos la Iglesia ha otorgado a estos hombres, los Padres de la Iglesia primitiva, una importancia capital –afirma Marcellino D’Ambrosio- y es que detrás de esas voces tan diferentes distinguimos el eco de una única Voz: la Voz del Verbo de Dios, que llega hasta nosotros a través de la Tradición apostólica”
La palabra apóstol significa «el que es enviado». El primer apóstol es Aquel a quien el Padre envió al seno de una virgen. Ese apóstol es también el Verbo, el Verbo hecho carne, que eligió a un grupo de hombres para instruirlos, confiarles una misión y enviarlos al mundo. Convivió con ellos tres años antes de recibir el bautismo que deseaba, el bautismo que trajo fuego a la tierra: un fuego que era el de la verdad y el amor, infundido en los hombres elegidos por Él, quienes a su vez lo transmitieron a otros. Y lo que transmitieron no fue principalmente un libro o un conjunto de verdades. Fue una vida. Fue la verdad. Fue, como dice Juan en el capítulo veinte de su Evangelio, más de lo que es capaz de recoger un libro; más de lo que puede expresar cualquier palabra escrita, aunque sea inspirada. 
Hay cosas que solo se aprenden asimilándolas; y se asimilan viviendo con las personas que las poseen. Y, una vez asimiladas, no puedes explicarlas del todo, pero sí puedes vivirlas y transmitirlas a quienes viven contigo. Esta es la Tradición apostólica con mayúscula: toda la vida y la enseñanza del Mesías, toda la herencia –ese rico e inagotable patrimonio nuestro- “transmitida por el Señor, afirma D’Ambrosio-a sus primeros discípulos, y por estos a nosotros a través de una sucesión ininterrumpida de fieles con los sucesores de esos primeros discípulos a la cabeza”. La Tradición aparece expresada en el culto tanto como en la doctrina, y quizá incluso más en el primero. Por eso son tan importantes documentos como la Didaché o La tradición apostólica de Hipólito. No obstante, la expresión más perfecta de la Tradición la encontramos en quienes han amado como amó Jesús: hasta el fin; de ahí la importancia del testimonio de los mártires. 
Los cristianos de las principales tradiciones de la fe de hoy día –evangélicos, católicos y ortodoxos– coinciden en que las Escrituras han sido inspiradas por el Espíritu Santo y son, por lo tanto, infalibles o carentes de error. En la lucha secular por entenderlas y aplicarlas correctamente, los maestros de todas estas tradiciones cristianas han recurrido a la guía de los Padres de la Iglesia primitiva. A ninguno de los Padres, ni siquiera a los más santos o más inteligentes, se le ha considerado nunca personalmente infalible. Como hemos visto, las ideas de algunos de ellos –Tertuliano y Orígenes, por ejemplo– acabaron descartándose más adelante. Dada la variedad de contextos y personalidades, no nos puede extrañar que a veces discrepen: es lógico. Lo que no parece lógico es que se muestren de acuerdo en tantas cosas. En los casos en que hallamos en ellos coincidencias o consenso es porque lo que escuchamos no viene de ellos, sino a través de ellos: es la Voz del Verbo transmitida por esa Tradición apostólica de la que son testigos insustituibles.

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