Todos deberíamos ser feministas
Chimamanda Ngozi Adichienació en 1977 en Nigeria. A los diecinueve años consiguió una beca para estudiar comunicación y ciencias políticas en Filadelfia. Posteriormente cursó un máster en escritura creativa en la Universidad John Hopkins de Portland, y en la actualidad vive entre Nigeria y Estados Unidos. A día de hoy ha publicado cuatro novelas y distintos ensayos; fue galardonada con el Chicago Tribune Heartland Prize 2013.
El título de esta breve obra es provocador, pero teniendo en cuenta lo que afirma en el texto, difícilmente se le puede criticar. En particular si tenemos en cuenta qué en tiende por feminista: “persona que cree en la igualdad social, política y económica de los sexos”.
Comienza la autora recordando una anécdota de su infancia. “Cuando yo era estudiante de primaria en Snukka, una ciudad universitaria del sudeste de Nigeria, mi profesora nos dijo al empezar el trimestre que nos iba a poner un examen y que el que sacara la nota más alta sería el monitor de la clase. Ser el monitor de la clase no era moco de pavo. Si eras el monitor de la clase, todos los días apuntabas los nombres de quienes alborotaban, lo cual ya implicaba de por sí un poder embriagador”. Fue ella quien sacó la mejor nota, pero para su sorpresa la profesora dijo que “el monitor tenía que ser un chico, obviamente”. Sobra decir que a la autora no le pareció tan obvio.
“Si hacemos algo una y otra vez, reflexiona Ngozi Adichie, acaba siendo normal. Si vemos la misma cosa una y otra vez, acaba siendo normal. Si solo los chicos llegan a monitores de clase, al final llegará el momento en que pensemos, aunque sea de forma inconsciente, que el monitor de la clase tiene que ser un chico. Si solo vemos a hombres presidiendo empresas, empezará a parecernos «natural» que solo haya hombres presidentes de empresas”.
La población femenina del mundo es ligeramente mayor —un 52 por ciento de la población mundial son mujeres—, y sin embargo la mayoría de los cargos de poder y prestigio están ocupados por hombres. La difunta premio Nobel keniana Wangari Maathailo explicó muy bien y de forma muy concisa diciendo que, cuanto más arriba llegas, menos mujeres hay. Durante las recientes elecciones de Estados Unidos no paramos de oír hablar de la Ley Lilly Ledbetter, pero si vamos más allá de su bonito nombre aliterativo, lo que la ley nos estaba diciendo era esto: en Estados Unidos un hombre y una mujer pueden estar haciendo el mismo trabajo con idéntica cualificación y el hombre cobra más por el hecho de ser hombre.
Otro ejemplo práctico. “Es innegable que chicos y chicas son biológicamente distintos, pero la socialización exagera las diferencias. Y luego empieza un proceso que se alimenta a sí mismo. Miren, por ejemplo, la cocina. Hoy en día es más probable en general que sean las mujeres quienes hacen las tareas de la casa: cocinar y limpiar. Pero ¿por qué? ¿Acaso es porque las mujeres nacen con el gen de la cocina, o bien porque a lo largo de los años han sido socializadas para que piensen que cocinar es su papel? Iba a decir que tal vez las mujeres sí nazcan con el gen de la cocina, pero entonces me he acordado de que la mayoría de los cocineros del mundo –los que reciben el elegante título de “chefs”- son hombres”.
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