Educar los sentimientos
No se puede poseer
mayor gobierno,
ni menor,
que el de uno mismo.
mayor gobierno,
ni menor,
que el de uno mismo.
Alfonso Aguiló es ingeniero de
caminos (1983) y PADE del IESE (2008). Ha sido once años director del Colegio
Tajamar. Desde 2007 es presidente de la Asociación Madrileña de Empresas
Privadas de Enseñanza (CECE MADRID), y desde 2015 es Presidente de la
Confederación Española de Centros de Enseñanza (CECE). Desde 2010 es Presidente
de la Fundación Arenales. Ha
publicado diez libros sobre temas de educación y antropología. En este caso
aborda un tema de gran interés en estos campos.
Fue por los años de la Primera Guerra Mundial cuando Lewis Terman inventó los famosos tests
de inteligencia para determinar el coeficiente intelectual (CI). Aquel
incansable investigador de la Universidad de Stanford logró en pocos años
clasificar a dos millones de norteamericanos mediante la primera aplicación
masiva de esos tests, y el éxito fue tan arrollador que en poco tiempo el CI
pasó a ser considerado universalmente como el principal indicador del talento
personal.
Lo malo es que la idea de que la inteligencia es un dato de partida
invariable en nuestra vida ha impregnado durante décadas a toda la sociedad
occidental: nacemos más o menos inteligentes, según nuestro CI, y eso es algo
que ya nunca podrá cambiar. Por suerte, todo aquello entró en crisis hace ya años,
sobre todo después de que Howard Gardner
publicara su libro “Frames of Mind”, en el que proponía una nueva visión de la
inteligencia como una capacidad múltiple: no hay propiamente un único tipo de
inteligencia, esencial para el éxito en la vida, sino un amplio abanico de
capacidades intelectuales, que Gardner agrupó en siete inteligencias básicas: lingüística o verbal,
lógico-matemática, musical, espacial, de coordinación o destreza corporal,
interpersonal o social, e intrapersonal.
A su vez, un número cada vez mayor de especialistas ha llegado en los
últimos años a conclusiones similares, coincidiendo en que el viejo concepto
del CI abarca sólo una estrecha franja de habilidades lingüísticas y
matemáticas, por lo que tener un elevado CI puede predecir tal vez quién va a
tener éxito académico (tal como suele evaluarse hoy en nuestro sistema
educativo), pero no mucho más. Resulta patente, por ejemplo, que muchas
personas con un alto CI pero escasas aptitudes emocionales se manejan en la
vida mucho peor que otras de modesto CI pero que han sabido desarrollar otras
aptitudes. Parece claro que un elevado CI no constituye, por sí solo, una
garantía de éxito profesional, y mucho menos de una vida acertada y feliz.
Sin embargo, nuestra cultura insiste denodadamente en el desarrollo de
las habilidades académicas. Sí, y aunque aquel modelo esté en crisis desde hace
años, hay todavía una gran inercia social que prestigia en exceso el CI en
detrimento de otras capacidades que luego se demuestran más importantes. En
este libro nos centraremos en un conjunto de ellas que tienen una importancia
decisiva: las relativas a la educación de los sentimientos, que comprenden
habilidades como el conocimiento propio, el autocontrol y el equilibrio
emocional, la capacidad de motivarse a uno mismo y a otros, el talento social,
el optimismo, la constancia, la capacidad para reconocer y comprender los
sentimientos de los demás, etc.
Las personas que gozan de una buena educación de los sentimientos (o
sea, quienes han logrado desarrollar esas capacidades que con tanto éxito Daniel Goleman ha denominado inteligencia
emocional), son personas que suelen sentirse más satisfechas, son más
eficaces, y hacen rendir mucho mejor su talento natural. Quienes, por el
contrario, no logran dominar bien su vida emocional, se debaten en constantes
luchas internas que socavan su capacidad de pensar, de trabajar y de
relacionarse con los demás.
Algunos estilos educativos –hoy, por fortuna, en franco retroceso– han
soslayado con frecuencia el decisivo papel que desempeñan los sentimientos,
olvidando quizá que son una parte importante de la naturaleza humana, y que la
felicidad y la vida moral tienen una estrecha relación con la esfera afectiva.
Quizá observan con tanto recelo todo lo relativo a los sentimientos porque lo
identifican con la idea del sentimentalismo, o de personas blandas, volubles o
faltas de voluntad. Por eso conviene aclarar desde el comienzo que son cosas
bien distintas, aunque aparentemente tengan alguna semejanza. Lo sensato es rechazar
los errores propios del sentimentalismo o de la falta de voluntad, pero sin
dejar de acometer con hondura una verdadera y profunda educación del corazón.
Ser persona de mucho corazón, o poseer una profunda capacidad
afectiva, no constituye en sí ningún peligro. Y si lo constituye, será en la
misma medida en que resulta peligroso tener una gran fuerza de voluntad o una
portentosa inteligencia: depende de para qué se utilicen. Como es lógico, no se
trata de sustituir la razón por los sentimientos, ni tampoco lo contrario. Se
trata de reconciliar cabeza y corazón, tanto en la familia como en las aulas o
en las relaciones humanas en general.
Descubrir el modo
inteligente de armonizar cabeza y corazón, razón y sentimientos.
No podemos desacreditar el corazón porque algunos lo consideren simple
sentimentalismo; ni la inteligencia porque otros la vean como un mero
racionalismo; ni la voluntad porque otros la reduzcan a un necio voluntarismo. Llegar
a tiempo «Jamás he logrado tener una
conversación seria con mi padre», se lamenta un chico de diecisiete años. «Yo
quiero a mis padres porque son mis padres, pero no porque se lo merezcan», dice
con tristeza una chica de catorce. «Me siento incapaz de entender a mis hijos»,
asegura con pesadumbre una madre de familia. «Me he pasado la vida trabajando
como un loco, y ahora veo que he sacrificado a mi familia y que no tengo ni un
solo amigo de verdad», confiesa con desolación un brillante ejecutivo en pleno
naufragio matrimonial. «Llevamos doce años casados y desde hace diez vivimos
como dos desconocidos», afirma con amargura otra madre desconsolada. Son
muestras de fracasos en la educación afectiva, y podrían referirse muchísimos
más, de todo tipo.
Consideremos, por ejemplo, el caso de una niña de trece años, procedente
de una familia acomodada y bien avenida, pero que tiene problemas de relación
con sus compañeros en el instituto. No logra concentrarse y comienza a bajar su
rendimiento académico. El fracaso en los estudios le lleva a distanciarse mucho
de sus padres, seriamente disgustados por sus malas calificaciones. Su
sentimiento de frustración crece con el paso de los años, y recurre cada vez
más a la bebida cada fin de semana en diversos lugares de ocio, como una forma
de evasión de sus problemas. El refugio en el alcohol en esos ambientes le
lleva a una serie de relaciones sexuales ocasionales con personas en parecida
quiebra emocional. A la edad de veinte años, su vida es un completo caos y
acude a la consulta del psiquiatra con un cuadro agudo de alcoholismo y
depresión.
Está claro que la situación tiene, a esas alturas, un arreglo difícil.
Y está claro también que cuando la chica tenía trece años nadie presagiaba
semejante evolución. La pregunta es: ¿qué podríamos haber hecho durante su
infancia y su adolescencia para variar el curso de los acontecimientos?
¿podríamos haber hecho algo más para llegar a tiempo? Este último ejemplo es
quizá un poco extremo, ¿no? Quizá, pero no por eso demasiado infrecuente. La Organización Mundial de la Salud
ofrecía recientemente estadísticas muy ilustrativas: por ejemplo, el suicidio
es la primera causa de muerte de jóvenes entre 18 y 24 años en el conjunto de
los países occidentales. Según otros estudios, uno de cada cinco niños presenta
problemas psicológicos serios: las enfermedades mentales (ansiedad, depresión y
fobias principalmente) constituyen la causa más frecuente de baja escolar
prolongada en adolescentes. Muchos jóvenes comienzan muy pronto a consumir
alcohol en exceso, y al llegar a los 20 años uno de cada seis presenta síntomas
de embriaguez crónica. La frecuencia de trastornos alimentarios (anorexia y
bulimia, sobre todo) también se ha disparado en los últimos años.
Las cifras de adolescentes que se fugan de sus casas (sólo en Francia,
por ejemplo, más de cien mil cada año) dan también bastante que pensar. Si a
esto añadimos los estragos de las drogas, el inquietante fenómeno de la
violencia juvenil urbana, el desarraigo de muchos chicos provenientes de
familias desestructuradas, o el creciente nivel de fracaso escolar (en muchos
casos suelen ir unidas varias de estas situaciones), el panorama puede resultar
desolador. Ante esos datos, muchos mueven la cabeza horrorizados y piensan que
casi nada se puede hacer. Parece como si las conductas adictivas, violentas o de
abandono fueran el más concurrido refugio ante la desolación que sienten muchos
jóvenes, y que la espiral de desmotivación o la inconstancia engulle sin
remedio sus vidas.
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