Cooperadores de la verdad
El 24 de marzo de 1977 Joseph Ratzinger fue consagrado arzobispo de Múnich.
Poco después la hermana Irene Grassl comenzó a recopilar textos suyos para
meditar en los distintos días del año. Desde hace tiempo, no sabría decir cuántos
años, acudo a este libro para encontrar ideas que me sirvan en mi oración y predicación.
Se trata de un libro útil que conviene conocer. Copio algunas ideas que tienen
relación con el modo de entender y vivir la pertenencia a la Iglesia.
La Iglesia crece de dentro hacia
fuera, no al revés.
Antes que nada, Iglesia significa íntima comunidad con Cristo, y se forma en la
vida de oración, en la vida de los sacramentos, en la actitud fundamental de la
fe, de la esperanza y del amor. Así pues, si alguien pregunta «¿qué debo hacer
para que la Iglesia se desarrolle y se extienda?», debemos darle la siguiente
respuesta: debes aspirar ante todo a que haya fe, esperanza y amor. La
oración edifica la Iglesia y la comunidad de los sacramentos. Dentro de ella
nos beneficiamos de las plegarias de la Iglesia.
La Iglesia crece
desde dentro, nos dice la palabra del Cuerpo de Cristo. Mas también incluye
este otro: Cristo ha edificado un cuerpo y yo debo acomodarme a él como miembro
sumiso. Sólo se puede contribuir a extender el cuerpo de Cristo siendo un
miembro suyo, un órgano del Señor en este mundo y, en última instancia, para
toda la eternidad. La idea liberal, según la cual Jesús es interesante y la
Iglesia, en cambio, un asunto fracasado, entra en contradicción consigo misma. Cristo
sólo está presente en su cuerpo, no de un modo meramente ideal. Es decir, está
presente con los demás, con la comunidad perpetua, inextinguible a través del
tiempo que es su cuerpo. La Iglesia no es idea, sino cuerpo. El escándalo de la
encarnación, ante el que retrocedieron muchos contemporáneos de Jesús,
sigue dándose hoy día cuando la Iglesia se enoja. Sin embargo, también aquí es
válida la siguiente observación: bienaventurado quien no se enoja conmigo.
La condición
comunitaria de la Iglesia significa que ha de tener necesariamente el carácter
de «nosotros». La Iglesia no está
localizada en ningún sitio: nosotros somos la Iglesia. Nadie puede decir «yo
soy la Iglesia», sino «nosotros somos la Iglesia». Ese «nosotros» no es,
por su parte, un grupo que se aísla, sino una colectividad que se mantiene
dentro de la gran comunidad de los miembros de Cristo, de los vivos y de los
muertos. Un grupo así sí puede decir: somos Iglesia. La Iglesia está presente
en este «nosotros» abierto que rompe todas las barreras, no sólo las
sociales y políticas, sino también las que hay entre el cielo y la tierra.
Nosotros somos Iglesia. De esa índole comunitaria procede la corresponsabilidad
y el deber de cooperar. De ella deriva en última instancia el derecho a la crítica,
que debe ser siempre y en primer lugar autocrítica, pues la Iglesia
-repitámoslo- no está localizada en ningún sitio particular ni es otra persona:
la Iglesia somos nosotros (...)
Lo característico de la Iglesia
no es que en ella haya hombres simpáticos -algo, por lo demás, verdaderamente
deseable y que ocurre con frecuencia-, sino su exusia: el poder que le ha sido
otorgado para pronunciar palabras de salvación y realizar acciones de
salvación que el hombre necesita y no puede procurárselas por sí mismo. Nadie
se puede apropiar del «yo» de Cristo o del «yo» de Dios. Con ese «yo» habla, no
obstante, el sacerdote cuando dice «éste es mi cuerpo» o cuando afirma «yo te
perdono tus pecados». En realidad no los perdona el sacerdote -eso tendría poco
valor-, sino Dios, lo cual supone efectivamente un cambio radical. Con todo,
¡qué tremendo acontecimiento encierra el poder de un hombre de pronunciar el
«yo» de Dios! Sólo es capaz de hacerlo en virtud de la potestad otorgada por el
Señor a su Iglesia. Sin ella el sacerdote es exclusivamente un asistente
social. Cumplir esa función es encomiable, pero en la Iglesia buscamos una
esperanza más alta que viene de un poder más grande. Si se dejan de pronunciar
estas palabras de potestad y se vuelve opaco su fundamento, el calor humano de
la pequeña comunidad proporciona una ayuda menguada. Si se pierde lo esencial,
el propio grupo no tardará en percibirlo.
El pequeño grupo no debe
ahorrarse el dolor de la conversión. Convertirse
exige algo que solos no podemos realizar. Con todo, es el único modo de
introducirnos en el espacio del poder de Dios, nuestra verdadera esperanza. La
potestad de la Iglesia es la trasparencia del poder de Dios: de ese modo es
nuestra esperanza. Por eso, la íntima unión, realizada en un acto de profunda
obediencia, con el poder de la Iglesia es la decisión fundamental de la
existencia sacerdotal. Una comunidad que no se quiere a sí misma no puede durar
mucho tiempo.
Por su parte, un sacerdote que
se vuelve contra el cometido fundamental de su misión no puede servir a los
demás ni colmar su propia vida. Son diversas las razones de que la realidad de
la Iglesia, que en los años veinte parecía despertar tan prometedoramente en
las almas, aparezca hoy como una institución extraña y alienante. Ahora bien,
una de las más determinantes se pone de manifiesto, ante todo, cuando el
sacerdote, que debe personificar la institución y representarla en su persona,
se torna muro en lugar de ventana, se coloca enfrente en lugar de acercarse a
ella confiadamente en el sufrimiento y la lucha de su propia fe. Los casos de
oposición extrema son, gracias a Dios, infrecuentes. La Iglesia está viva, ante
todo, porque hoy día -precisamente hoy día- hay también muchos buenos
sacerdotes que la personifican como lugar de esperanza. Mas también existen las
tentaciones, por eso cada uno de nosotros debe luchar nuevamente con una
actitud de vigilia y disposiciones interiores para no dejarse arrastrar hacia
la dirección falsa.
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