Jesús




Comparado con el magnífico “Libro de la Pasión” del mismo José Miguel Ibáñez-Langlois la lectura de este último me produce una cierta decepción. De todos modos creo que nuevo intento de dar a conocer la vida de Jesús vale la pena. Muchas de las cosas son ya sabidas, pero siempre aparecen aspectos nuevos interesantes, como estas reflexiones sobre la vida afectiva del Salvador:

 “A la altura de esa sabiduría suprema está su vida afectiva: su modo de amar. ¿A quiénes? Absolutamente a todos los seres humanos. Toda enumeración al respecto será parcial e incompleta. Es indudable que su corazón se sintió inclinado en forma especial hacia los pobres, hacia los que poco o nada tienen, hacia los despreciados por el mundo. Veía en ellos, por lo general, una mayor apertura para acoger en sus almas el reino de Dios. Pero, como su amor no excluía a nadie, también tuvo discípulos ricos, al mismo tiempo que fue sumamente severo con la codicia y la avaricia. Amó de manera paradójica a todos los pecadores, aun viendo (como solo Él podía ver) la miseria profunda del pecado, que Él venía a perdonar.

Ese amor incluyó a los más despreciados por las autoridades judías y por quienes se sentían buenos cumplidores de la ley de Moisés: los pecadores públicos, es decir, los cobradores de impuestos al servicio del poder romano, llamados publicanos, y las mujeres de mala vida. Amó a los niños con una singular ternura.

Su trato con las mujeres poseía una delicadeza muy especial. Lo advertimos en su actitud hacia Juana, María de Magdala o Susana, mujeres que lo ayudaban con sus bienes y servicios, pero también hacia las pecadoras que se cruzaban en su camino y que Él perdonaba con misericordia. Esa actitud contrastaba con la abierta desvalorización y aun el desdén que hacia las mujeres reservaba la cultura judía, y también la romana.

Su misericordia hacia los enfermos era conocida de todo Israel: curó a innumerables cojos, ciegos, mancos, leprosos, paralíticos… En fin, su bondad es inagotable, universal, abierta sin límites, capaz de llamar hermanos suyos a los más marginales o abandonados de los seres humanos.

En nuestros días, tan inclinados al sentimentalismo, es importante subrayar que Jesús no fue un sentimental. Su amor era completamente realista. Nunca se engañó sobre los seres humanos, nunca los idealizó. Él conocía bien nuestra miseria secreta y profunda, que a veces le arrancó alguna palabra de hastío, sobre todo por nuestra incredulidad. Por ejemplo: A esta generación mala, ¿hasta cuándo tendré que soportarla?

Allí está la grandeza de su amor: nos quiere tal como somos, con toda nuestra mezquindad personal, y establece contacto directo e inmediato con cada uno de nosotros, uno por uno. Su amor no es el amor genérico del filántropo, ni menos el amor abstracto del ideólogo. Por eso puede amar incluso a sus enemigos, a quienes le odian, a quienes lo crucifican, como lo expresan esas palabras dirigidas a su Padre del Cielo desde la cruz: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Quien conoce a Cristo sabe que nadie lo ha amado, ni lo ama, ni lo amará jamás como Cristo lo ama. Nadie, ni su madre ni su padre, ni el ser más amante que tenga cerca o lejos en la tierra, será capaz de amarlo así. Nunca hemos sido amados con un amor semejante.



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