Jesucristo. El Dios con nosotros

“San Juan
comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje
especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua,
sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,
1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio
todo su obrar.
San Juan
describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape).
Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua
de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la
gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús,
después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al
Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En
la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un
nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo
con los hombres.
Transforma la
cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el
extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a
la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está
cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se
convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la
gloria de Dios.
En esta
transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza
transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida
se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser
partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra
existencia. En el lavatorio de
los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una
especie de acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto
concreto precisamente lo que el gran himno cristológico de la carta
a los Filipenses describe
como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de
su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los
pies sucios de los discípulos y así los capacita para acceder al banquete
divino al que los invita.
En lugar de las
purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero
dejándolo tal como está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante
su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. «Vosotros ya estáis limpios
gracias a la palabra que os he anunciado», dirá a los discípulos en el discurso
sobre la vid (Jn 15, 3). Nos lava siempre con su
palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de meditación,
de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día
nos cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios,
de sabiduría reducida y alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta
se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina
nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.
Las palabras de
Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una
purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los
pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos
capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero,
después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió
agua, sino también sangre (cf. Jn 19,
34; 1 Jn 5, 6. 8).
Jesús no sólo
habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza
sagrada de su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la
cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre «para la
vida del mundo» (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el
Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el
baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.
Si escuchamos el
evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los
pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante
todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de
la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en
la tarea de hacer lo mismo unos con otros.
Para referirse a
estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las
palabras sacramentum y exemplum.
En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete
sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación
hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza sanadora y
santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis,
nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la
comunión con él.
Pero este nuevo
ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe
transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que
encontramos en el pasaje del lavatorio de los pies, es característico para la
naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una especie de
moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra
capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da
algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de
nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece
continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser
cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría
por la vida nueva que él nos da.
Con todo, no
debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus
dones como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica
del «amar juntos», quiere ser en nosotros vida nueva a partir de Dios. Así
comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros,
al final del relato del lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también
vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). El «mandamiento nuevo» no
consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo
es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
Si tenemos eso
en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta
novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de
amar en comunión con su amor. Así no le damos la prueba de credibilidad de la
verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos
pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga
maduros para el mandamiento nuevo.
En el pasaje
evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro
presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero
centrar, por último, la atención. En un primer momento, Pedro no quería dejarse
lavar los pies por el Señor. Esta inversión del orden, es decir, que el
maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo,
contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de
relación entre maestro y discípulo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13,
8), dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia. Su concepto de Mesías
implicaba una imagen de majestad, de grandeza divina. Debía aprender
continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza;
que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la
radicalidad del amor hasta el despojamiento total de sí mismo. Y también
nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios
de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el
Pastor viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos
verdaderos.
Cuando el Señor
dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro
inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la
cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas palabras misteriosas: «El que
se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13, 10). Jesús
alude a un baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el
banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.
Pero,
naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden?
No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el
lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un
sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación,
su abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos
hace capaces de Dios.
Con todo, aquí,
con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también
una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la
Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y no debe
repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección
de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva
identidad que permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.
Pero también en
la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión
con Jesús en el banquete, necesitamos el «lavatorio de los pies». ¿De qué se
trata? Me parece que la primera carta de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En
ella se lee: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no
está en nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y justo
es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,
8-9). Necesitamos el «lavatorio
de los pies», necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso,
necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta
carta. Debemos reconocer que incluso en nuestra nueva identidad de bautizados
pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el sacramento de
la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder
así sentarnos a la mesa con él.
Pero de este
modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha
el sacramentum convirtiéndolo
en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y
el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies
unos a otros» (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies
unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los
pies también en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.
La deuda que el
Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las
deudas que los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos
exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se
transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente
nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los
unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves santo
es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo,
que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud
y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con
su amor. Amén.
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