Lectio divina. Tiempo de Adviento

Introducción al Adviento
El hombre del nuevo milenio, el
hombre que se considera "posmoderno", experimenta la tensión entre
espera y no-espera. En cierto modo es ya incapaz de espera, bien porque vive en
lo inmediato y se conforma con ello, bien porque es consciente de sus numerosos
logros, de la cantidad de proyectos hechos realidad gracias a su espíritu
emprendedor.
Sin embargo, si juntamos tantas manifestaciones, vemos que este hombre no ha
avanzado mucho respecto al hombre primitivo: se detiene a preguntar a los
astros, confía a hechiceros sus males, recurre a diversos magos en busca de un
suplemento de energía para poder superar los límites en los que se encuentra
encerrado, se refugia en mundos artificiales que le procuran las drogas y las
múltiples ofertas de las agencias turísticas. Pero, sin saberlo, lleva en el
corazón una esperanza de salvación que experimenta diariamente que no está a su
alcance ni en las posibilidades de su inteligencia ni en su fuerza. Esta espera
de salvación ¿está destinada a estar siempre en el corazón como un vacío
insaciable, o un grito en el desierto?
Conocemos la historia de dos mendigos que esperan a un cierto Godot que venga a
remediarlos. No saben nada de él, ni siquiera conocen la fecha o el lugar de la
cita. Pasan el tiempo esperando. De pronto se acerca un muchacho con un mensaje
indicando que Godot llegaría al día siguiente. Pero al día siguiente llega con
la misma misiva: ¡mañana! Y los dos pobretones continúan en su absurda espera.
Alguno podría ver reflejada en estos dos pobres de la obra Esperando
a Godot de Samuel Beckett la situación del
hombre "postmoderno": un condenado a esperar un encuentro que nunca
llegará. Sería un verdadero drama absurdo, un agitarse en un desierto sin
descubrir nada, sin lograr llegar a un oasis, un continuo acariciar esperanzas
irrealizables, un desear y construir proyectos con la consistencia de castillos
de arena construidos en la playa.
Para que la espera no carezca de
sentido, exige esperar a alguien, alguien que realmente viene, que se deja
encontrar... de este modo la espera se transforma en un ir al encuentro, en
estar preparados, vigilantes, despiertos... La espera se vive como un
movimiento, un dinamismo, un anhelo gozoso.
La espera constituye la misma trama de
la vida. Es su fuerza y debilidad. Impaciente y serena, la espera es
compañera de la vida en sus búsquedas y encuentros. Contiene sus secretos. A
veces es su freno y su trampolín de lanzamiento, su memoria y el latido de su
corazón... La espera es de algún modo nosotros mismos, con nuestras cualidades
y defectos, con nuestras certezas y nuestros interrogantes, con nuestras
necesidades y nuestros deseos (E. Debuyst).
La espera siempre rejuvenece al hombre, dispuesto a partir, con la vieja
audacia de un loco vuelo. Se alimenta con el presentimiento de una novedad
inminente, que está a las puertas y no hay que dejar escapar. Los ojos están
bien abiertos, la mano dispuesta: todo es tensión hacia el futuro con la
seguridad íntima de que va a despuntar la luz de la mañana, que finalmente: ¡Le
podremos encontrar! Y habrá fiesta.
El gozo de la espera y la certeza de la venida
La Palabra de Dios proclamada en adviento resume las esperas y búsquedas del
hombre iluminando cuanto se agita en el corazón y en la mente del hombre;
invita a perseverar en la espera y, a la vez, anuncia el cumplimiento de esta
espera.
Desde su atalaya el lector, como atento centinela, nos asegura que no esperamos
a un Godot que nunca llegará, sino a alguien que va a llegar. A nuestra
pregunta: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?», responde: «Viene la
mañana...» (Is 21,11-12).
Este tiempo que nos separa de la venida del Señor, este
"entretiempo", está lleno de un estremecimiento de gozo, bien conocido por
la esposa del Cantar de los Cantares:
«¡La voz de mi amado! Mirad cómo
viene saltando por los montes, brincando por las colinas... Se ha parado detrás
de nuestra tapia...» (Cant 2,8-9: 21 de diciembre).
«Nosotros esperamos al Señor, Él es
nuestro socorro y nuestro escudo; Él es la alegría de nuestro corazón» (Sal 32:
21 de diciembre).
Maestros y modelos de la preparación
En la voz del lector resuenan las
palabras y acontecimientos de los maestros y modelos del adviento: Isaías, Juan
Bautista, María, José.
Isaías: es el profeta que
expresa la esperanza de Israel, suscita
la espera del hombre anunciando su próximo cumplimiento en el Salvador. No hay
motivo para dudar de Dios: cumplirá sus promesas, no tardará. Él, creador de
cielo y tierra, tiene poder de redimir a Israel creando un nuevo éxodo (48,13).
La salvación será una nueva creación (45,7-8).
Juan Bautista: último de los
profetas, resume en su persona y palabra la historia precedente justo en el
momento de su cumplimiento. Se presenta con la misión de preparar los caminos
del Señor (cf. Is 40,3), de ofrecer a Israel el «conocimiento de la salvación»
consistente en «el perdón de los pecados» (cf. Le 1,77-78); finalmente es quien
puede señalar a Cristo presente en medio de su pueblo (cf. Jn 1,29-34). Desea
ceder el lugar a Cristo, que debe crecer, mientras él debe menguar (cf. Jn
1,19-28). Él es la voz potente que despierta sanas inquietudes en las
conciencias adormecidas de los hombres.
María realiza en su
persona lo que los profetas habían dicho de la «hija de Sión». En ella culmina
la espera mesiánica de todo el pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Asumiendo
el proyecto de Dios y pronunciando su «sí» al ángel, inaugura el tiempo del
cumplimiento y el hijo de Dios entra en el mundo como el «nacido de mujer» (Gal
4,4); así salva al mundo desde el interior mismo de la realidad humana. Las
genealogías de Jesús y la anunciación nos recuerda el misterio de la
"asunción" de lo humano por parte de Dios y la "inmersión"
de lo humano en Dios.
José, el esposo de María,
hombre justo, de la estirpe de David, es el signo del cumplimiento de la promesa
de Dios a su antepasado real: «mantendré después de ti el linaje salido de tus
entrañas, y consolidaré su reino» (2 Sm 7,12). Es el eslabón que, a través de
David del que desciende, une a Cristo con la gran "Promesa", es
decir, con Abrahán. Por ser legalmente «hijo de José» (Le 4,22) Jesús puede
llamarse y ser saludado con el título mesiánico de «hijo de David» (cf. Mt
22,41-46).
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