Ejemplaridad pública


Javier Gomá ha sido, para mí, quizá el principal descubrimiento del año en cuanto a escritores se refiere. El título de este libro viene a ser la idea central de toda una tetralogía. Su discurso es original y erudito, profundo y sugerente a la vez.

¿Es posible encontrar un camino que nos ayude a salir de la crisis etico-política en la que nos encontramos a causa del nihilismo? El pensamiento de Gomá es, al menos, esperanzador.

El problema arranca del subjetivismo que se “arregló una moral que protegía su autonomía inviolable de toda interferencia y que, confiando el ejercicio de la libertad a las preferencias y opciones de cada uno, ha desembocado en la notoria ausencia contemporánea de cualquier atisbo de moral prescriptiva. La crítica nihilista, a partir del siglo XIX, ha deslegitimado las costumbres y creencias colectivas y ha precipitado el proceso de secularización”.

Así, vivir en el mundo contemporáneo se ha vuelto un negocio difícil, porque no hay un terreno común sobre el que edificar la sociedad. Por un lado encontramos la “aceptación gozosa de la ausencia de un fundamento ontológico y trascendente para la cultura, que busca solo reconciliarse con lo meramente contingente y consensuado de nuestra condición humana”; por otro, este finitud se asocia con la igualdad, “naciendo de ambas la democracia, entendida precisamente como el ensayo colectivo de una civilización igualitaria sobre bases finitas, un experimento histórico sin precedentes que la humanidad está realizando en la actualidad en medio de grandes incertidumbres”.
Ante este panorama Gomá busca algún elemento ético de la modernidad, en el que fundamentar todo, y acude a Kant: "Obra de tal manera que tu conducta pueda ser tomada como modelo universal". Sólo la ejemplaridad, genuinamente contemporánea, podrá valer y ser eficaz como ideal civilizatorio.


Para el autor la ejemplaridad está enfrentada al subjetivismo, “que exalta lo irrepetible y excepcional del yo. Ser hombre consiste en ser diferente, y quien quiera llegar a serlo ha de encumbrarse por encima de la indistinción de la masa”, pero siempre será necesaria esa ejemplaridad porque –como dice Ortega- “una nación es una masa organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos”. Aquí surge el problema porque Ortega parece caer en el aristocraticismo que traiciona el igualitarismo democrático. La cuestión es que la democracia nunca garantiza por completo la igualdad entre los hombres, pero sí es un sistema en el que, al menos, las violaciones a la común dignidad humana son siempre consideradas injustas.

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