Ejemplaridad pública

¿Es posible encontrar un
camino que nos ayude a salir de la crisis etico-política en la que nos
encontramos a causa del nihilismo? El pensamiento de Gomá es, al menos,
esperanzador.
El problema arranca del
subjetivismo que se “arregló una moral que protegía su autonomía inviolable de
toda interferencia y que, confiando el ejercicio de la libertad a las
preferencias y opciones de cada uno, ha desembocado en la notoria ausencia
contemporánea de cualquier atisbo de moral prescriptiva. La crítica nihilista,
a partir del siglo XIX, ha deslegitimado las costumbres y creencias colectivas
y ha precipitado el proceso de secularización”.
Así, vivir en el mundo
contemporáneo se ha vuelto un negocio difícil, porque no hay un terreno común
sobre el que edificar la sociedad. Por un lado encontramos la “aceptación
gozosa de la ausencia de un fundamento ontológico y trascendente para la
cultura, que busca solo reconciliarse con lo meramente contingente y
consensuado de nuestra condición humana”; por otro, este finitud se asocia con
la igualdad, “naciendo de ambas la democracia, entendida precisamente como el
ensayo colectivo de una civilización igualitaria sobre bases finitas, un
experimento histórico sin precedentes que la humanidad está realizando en la
actualidad en medio de grandes incertidumbres”.
Ante este panorama Gomá busca algún elemento ético de la modernidad, en
el que fundamentar todo, y acude a Kant: "Obra de tal manera
que tu conducta pueda ser tomada como modelo universal". Sólo la ejemplaridad, genuinamente contemporánea,
podrá valer y ser eficaz como ideal civilizatorio.
Para el autor la
ejemplaridad está enfrentada al subjetivismo, “que exalta lo irrepetible y
excepcional del yo. Ser hombre consiste en ser diferente, y quien quiera llegar
a serlo ha de encumbrarse por encima de la indistinción de la masa”, pero
siempre será necesaria esa ejemplaridad porque –como dice Ortega- “una nación
es una masa organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos”.
Aquí surge el problema porque Ortega parece caer en el aristocraticismo que
traiciona el igualitarismo democrático. La cuestión es que la democracia nunca
garantiza por completo la igualdad entre los hombres, pero sí es un sistema en
el que, al menos, las violaciones a la común dignidad humana son siempre
consideradas injustas.
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