Creación y pecado

El
hecho de que el hombre no se haya creado a sí mismo y que todo tenga sentido en
función de su origen es clave, sobre todo después del intento de la Ilustración
de dar una explicación del mundo y del hombre “como si Dios no existiera.
Nuestro
destino depende por completo de que logremos defender la dignidad moral del
hombre en el mundo de la técnica y de todas sus posibilidades. Pues en esta
época técnico- científica se está dando una clase de tentación especial. La
actitud técnica y científica ha traído consigo un tipo especial de certeza,
aquella que puede confirmarse a través del experimento y de la fórmula
matemática.
La
vida humana está bajo la especial protección de Dios, porque cualquier hombre, por pobre o muy acaudalado
que sea, por enfermo o achacoso, por inútil o importante que pueda ser, nacido
o no nacido, enfermo incurable o rebosante de energía vital, cualquier hombre
lleva en sí el aliento de Dios, es imagen suya. Esta es la causa más profunda de la
inviolabilidad de la dignidad humana; y a ello tienden, en última instancia,
todas las civilizaciones. Porque allí donde ya no se ve al hombre como colocado
bajo la protección de Dios, como portador él mismo del aliento divino, allí es
donde comienzan a surgir las consideraciones acerca de su utilidad, allí es
donde surge la barbarie que aplasta la dignidad del hombre. Y donde sucede al
contrario allí aparece la categoría de lo espiritual y de lo ético.
Esto
efectivamente ha proporcionado al hombre una liberación expresa del temor y de
la superstición y le ha dado un determinado poder sobre el Universo. Pero ahí radica precisamente la tentación, en
considerar solamente como racional, y por lo tanto serio, lo que puede
comprobarse por el experimento y el cálculo. Lo cual supone, por consiguiente, que lo moral y lo sagrado ya
no cuentan para nada. Han quedado relegados a la esfera de lo superado, de lo
irracional. Pero cuando el hombre hace esto, cuando reducimos la ética a la
física, entonces disolvemos lo característico del hombre, ya no lo liberamos, sino
que lo destruimos.
Hemos
de distinguir de nuevo lo que ya Kant conocía y sabía muy bien: que hay dos formas de razón, la
teórica y la práctica, como él las denominaba. Digámoslo tranquilamente: la razón científico-física y la moral-religiosa. No se puede explicar la razón moral como un irracionalismo
ciego o como una superstición, sólo por el hecho de que se ha originado de una
manera distinta o porque su conocimiento se representa de un modo no
matemático. Es una y la más grande de las dos formas de razón, la que
precisamente puede conservar
la humanidad de la ciencia y de la técnica y preservarlas de convertirse en la
destrucción del hombre. Kant habló ya de la primacía de la razón práctica sobre la
teórica, de que lo más grande, las realidades más profundas y decisivas son
aquellas que la razón moral del hombre reconoce en su libertad moral. Y ahí
añadimos nosotros, está el espacio del ser-imagen-de-Dios, eso que hace al hombre ser algo más que «tierra».
Al
tratar el tema de la evolución y comentando a J Monod descubre que, en el
fondo, el autor de “El azar y la necesidad” reconoce que no existe meramente el
devenir en el que todo cambia necesariamente, existe también lo estable, las
ideas permanentes que iluminan la realidad y son sus principios rectores
constantes. Una estabilidad y una identidad que bien podríamos identificar con
el concepto de naturaleza. Prueba de ello es la reproducción, en la que los
seres vivos se reproducen a sí mismos, es decir, transmiten su propia
naturaleza.
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